En ocasiones ensayo algunos ocios productivos. Esta vez les pregunté a cinco jóvenes universitarios de clase media alta de entre 20 y 24 años el significado de las siglas CONEP y solo uno acertó. Profundicé en el sondeo y les inquirí sobre el nombre de su presidente; ninguno lo sabía. Hice lo propio con el Consejo del Episcopado Dominicano para conocer de ellos qué es y quién lo dirige; entre risas por la extraña referencia, las interpelaciones terminaron sin respuestas. Insistí y finalmente les pregunté por el nombre del presidente de El Salvador y cuatro me contestaron correcta y resueltamente. Tengo la videograbación sin cortes, por si acaso.

Pude haber seleccionado otros ejemplos, pero lo hice con esos íconos por su arrogada condición de centros de poder. La muestra, básica e irrelevante, proyecta un mensaje poderoso a otra escala y tiene que ver con conexión. ¿A qué me refiero particularmente? Tan sencillo como discernir dos nociones: poder e influencia. Hay núcleos que tienen medio siglo participando en decisiones de poder, pero sin influencia ni arraigo en la vida colectiva: no crean patrones de inspiración, no articulan confianza sustantiva, no generan nexos vivos de identidad ni proponen referentes de atención. De roles más formales o aparentes que reales y con agendas difusas de poder, en las que son jueces y partes. Esos arquetipos entran en inciertos umbrales de decadencia. Su vigencia solo se las dan los gobiernos y el poder de un mercado concentrado.

La influencia da poder; el poder, en cambio, no siempre influye, sobre todo cuando nace de la tradición o de pactos de minorías. Sus representaciones se mantienen como estructuras estáticas desconectadas de la dinámica de cambios y sin contestación al poder formal. Está pasando y no se dan cuentan. No han salido de su centro para verse desde afuera. Si salieran, notarían qué poco los conocen o tal vez regresarían espantados a reflexiones de culpa, pero no tienen esas fibras. Su ensimismamiento los ha alejado de la razón colectiva. Creen que la única versión del mundo es la que ellos creen y repiten irreflexivamente como verdad dogmática. Lo peor: no siempre son dados a la autocrítica, tienden a ser alérgicos a los cuestionamientos e intolerantes a las dudas porque nacieron de la misma cultura autoritaria de tiempos rebasados, esa que la nueva sociedad resiste o sencillamente no entiende porque no corresponde con sus visiones generacionales.

En el caso de las organizaciones empresariales, lejos de cumplir una función de contrapeso frente al poder formal, se han alineado a los gobiernos. Lo demás ha sido interpretar papeles pálidos de una representación más atribuida por los gobiernos que delegada por la sociedad. Parece mentira que las dirigencias de esos colectivos se escogen casi siempre dependiendo de las simpatías e intereses que tengan con los gobiernos de turno. Nunca han dejado de ser lo que siempre han sido: grupos de intereses especiales. Así se han evidenciado ante la sociedad cuando en el pasado reciente autenticaron, con sus notables dictámenes, desafueros tan obscenos como Punta Catalina.

La sociedad dominicana es otra. En los últimos quince años ha generado más cambios que en los anteriores cuarenta. Y no me refiero solo al entorno material sino al plano de la convivencia y el pensamiento. En esa mutación los altos ángulos del poder pierden conexión esencial con una base social cada vez más distante que no se siente interpretada en la conducción del poder ni mucho menos por sus ejercitantes. Se agudiza así la arritmia política de la sociedad.

El año pasado aquí sucedió un hecho de singular significación política pero trivializado hasta más no poder por los medios: el reclamo de jóvenes por espacios de participación fuera de los foros tradicionales como el Consejo Económico y Social. Se me enfría el alma cuando recuerdo la cara que montaron viejos personajes acostumbrados a regios y trillados diálogos cuando dos jovencitas (que sumaban la mitad de los años de su presidente) irrumpieron en el pontificio salón para decirles a sus miembros que ese encuentro no las vinculaba, ocasión que aprovecharon para invitarlos a un diálogo abierto, vivo y diverso. Pero mi memoria se eriza aun más cuando evoco (como uno de los moderadores del diálogo político ciudadano de las organizaciones juveniles) la resolución de decenas de muchachos que supieron marcar distancia de la oposición advirtiéndoles a sus representantes que iban a ser más intolerantes con ellos si una vez en el poder repetían los mismos modelos reprochados al gobierno de entonces. Esa juventud no tenía poder, pero sí influencia, esa que habló en las urnas. Justo lo que le faltaba a ese rancio modelo de representación formal asumido por el CES.

Lo repito: esta sociedad es otra. La edad media de la población dominicana de hoy es de 28 años. Tenemos casi 6 millones quinientos mil dominicanos con menos de 35 años; 6.2 de cada 10. Quien no entienda el significado de eso está perdido. Aquí hay que vivir en constante reinvención. Nada es seguro con generaciones frontales, volátiles y empoderadas. Las siglas no valen ni un comino si en su accionar ignoran o no interpretan el libreto de sus expectativas. Demandan liderazgos sociales francos, determinados, distantes del poder, vigilantes y coherentes. No caben los pactos de sótanos, las pantomimas políticas, los arreglos traseros, la moral de pasarela ni los cansados clichés. Aquí a cualquiera le hacen un meme. Quien quiera hacer nombre en la vida pública sin exponerse a un escrutinio cada vez más exigente debe retirarse como lo han hecho tradicionales liderazgos individuales que por mucho tiempo arbitraron conflictos políticos al margen, muchas veces, de soluciones institucionales. No hubieran soportado la nueva crítica social.

Mi consejo a esos actores tradicionales es que se redefinan en el cuadro de los tiempos y se sometan a procesos autocríticos agudos para luego tender enlaces vivos con la base social, porque al final de cuentas es en esa relación que se construye la verdadera visión de la realidad nacional. Seguir con el intrascendente rol de ser coach de los gobiernos no parece ser una función de mucho rédito. Basta recordar que el poder del cambio está en esa sociedad que anda sin coordenadas buscando liderazgos orgánicos, no de crónica rosa.

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