Héroe de ficción, actor de verdad

Eran otros tiempos. Donde nací no había cine y llegué tarde a los dos primeros filmes de James Bond, obstáculo ninguno para prendarme de una serie de producciones que hasta el día de hoy sigo con interés, quizás con un ojo más crítico. Hubo una interrupción en la llegada de nuevos títulos cinematográficos al país en los meses posteriores a la revolución de abril. Superado el conflicto, las salas suplieron el déficit con reposiciones de películas. Con la cinefilia atrasada y la juventud en efervescencia, banquete visual casi a diario. No discriminaba; lo mismo remontaba hasta las alturas urbanas para un triplete o un doblete, que agotaba la cartelera de los cines de estreno.

Primero, De Rusia con amor y luego El satánico Dr No, aunque esta última, de 1962, fue el arranque de la serie de películas más larga en toda la historia del séptimo arte. Concuerdo con el consenso de un grupo de comentaristas años atrás: Sean Connery ha sido el mejor de los actores que han representado al icónico espía inglés, con licencia para matar y victorioso en cada lance con su pistola Walther PPK y los últimos artilugios creados para las misiones más difíciles por los genios de la tecnología del MI6.

Las escenas en Estambul, la Santa Sofia, el Expreso de Oriente y el Bósforo me cautivaron. Sin conocerla, aprendí a querer esa ciudad milenaria e histórica, a horcajadas entre Europa y Asia. Fue una epifanía. La fiesta en la aldea de los gitanos con las bailarinas del vientre y la fiereza de las dos mujeres enfrentadas en obediencia a tradiciones, sirvieron de atisbos a la cultura de la nación cíngara sin territorio. Me introdujeron en territorio fértil para la curiosidad. La nostalgia tiene un peso que no se mide, se siente. He visto la película repetidas veces, tanto por la banda sonora y Matt Monro interpretando From Russia with Love como por la actuación espectacular de Connery. También porque la película, de 1963, es un eco de la Guerra Fría, el enfrentamiento que la Unión Soviética y Estados Unidos y sus aliados, el Reino Unido, incluido, mantenían abierta y soterradamente. Mediaban pocos años entre la crisis de los misiles en Cuba y el estreno de la segunda entrega de la serie Bond, el personaje creado por Ian Fleming. Quizás porque calca la situación mundial, la novela del escritor inglés era favorita de John Kennedy.

A De Rusia con amor pertenece la última actuación de Pedro Armendáriz, quien se maneja con destreza como el vendedor turco de alfombras Kerim Bey, aliado de Bond en los esfuerzos para obtener la máquina descodificadora soviética. Un avanzado cáncer estomacal le acortaba la vida al célebre actor mexicano, muy conocido para la época en nuestro país, y a quien le faltó tiempo para disfrutar del estreno de un éxito taquillero y financiero, como lo fue su película.

Connery combinaba el histrionismo con una personalidad de resistencia. Se enfundó y desenfundó el traje de Bond con la maestría de los grandes actores de la escuela inglesa, sin la raíz en el teatro clásico de otros contemporáneos suyos. Fue el perfecto caballero británico, con la frase sardónica a flor de labios reveladora de inteligencia y desparpajo. Vívido en mi inventario mental, la celada que tiende a uno de sus enemigos, parapetado en el Estambul vibrante detrás de un enorme cartel de promoción de una película de Anita Ekberg. Por un espacio coincidente con la boca de la actriz sueca, aparece el francotirador al que Bond despacha con un disparo certero. Luego apunta, con ironía a raudales: “Anita no debió abrir la boca”.

El valor añadido a la marca país Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte por James Bond, sus aventuras, gallardía, estilo de vestir impecable hijo de Savile Row, humor marcadamente británico, conquistador de corazones femeninos y apuestas imposibles, queda detrás solo del buen whisky. Paradojas de la vida, Sean Connery nació en Edimburgo y, fuera del cine, se le reconocía por su activismo a favor de la independencia de Escocia. Su porte de caballero al servicio de Su Majestad contrasta con el acento regional que delataba sus orígenes humildes, pese al esfuerzo de actor por acercar la pronunciación al estándar clásico. Más fácil, al menos para la dureza de mis sentidos, discernir las notas escurridizas o firmes, e incluso salinas, de un buen escocés de las Tierras Altas, blended o single malt, que la parla de un vecino de Glasgow. En ese departamento le aventajó Roger Moore, siguiente en la saga del Agente OO7, con su dicción impecable, más cerca al acento posh de Su Majestad. Paradoja adicional, esta vez de muerte, el segundo Bond fue el primero en morir, ambos al frisar los 90 años.

La saga de James Bond ha revolucionado el mundo del cine en más de un aspecto. Lo descubrí cuando compré la colección completa que salió al mercado con anterioridad a la que celebra las cinco décadas, en el 2012. Sin poder evitarlo y con la rapidez que Bond destruye coches de lujo, mis hijas, entonces adolescentes, se adueñaron de todos los devedés. Lograron la hazaña que eludió a tantos villanos superdotados: desaparecer a James Bond. Tal el éxito, que el mítico superhombre del espionaje ha sobrevivido con la misma frescura y efectividad tanto a la Guerra Fría como al número de novelas en las que Fleming le endosó el papel protagónico. Sin inmutarse ni merma del bolsillo, ha agotado todas las modas, bebido los mejores caldos incluida una buena dosis de champán Bollinger y comido en los mejores restaurantes. Ni mencionar el inventario ni la excelencia corporal de las mujeres que ha llevado a la cama. Tampoco racista, como atestiguan sus devaneos habaneros con Giacinta (Halle Berry). Ha habido que inventarle nuevos y más difíciles lances, buscarle una constelación de estrellas cinematográficas para representarlo y acompañarle en sus múltiples aventuras. Añadir también directores de fama de película, como Sam Mendes al mando de los últimos títulos, Skyfall y Spectre.

Sin morir ni envejecer, James Bond les ha legado licencia a sus intérpretes ya no para matar, sino para disfrutar de la fuente de la eterna juventud. Y hasta volver de una peligrosa misión en Rusia enamorado en plenos años soviéticos. Solo 007 ha podido ser masajeado en Hong Kong por una chica llamada con todo propósito Pacífica Fuente del Deseo y vencer a un fornido y peligroso malandrín apodado Trabajo Inusual (Oddjob), y que se auxilia en sus tareas criminales de un sombrero que decapita y también cubre la sesera.

La fama le llegó a Connery de las manos del espía inglés que encarnó en el celuloide. Su coronación como actor, empero, le vino una vez abandonó al personaje, con el Óscar al mejor actor de reparto en Los intocables, donde pasa como Jimmy Malone. No envejecerá ni morirá jamás en los siete filmes en que dobló a James Bond en un lapso de 20 años.

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