Todavía estaba en las aulas de la Escuela de Derecho cuando despertó en ella otra de las vocaciones que marcarían su vida: una activa preocupación por la política y la militancia ciudadana. Los crímenes, los exiliados, los presos políticos y la persecución a la prensa durante los 12 años del Dr. Balaguer, eran prácticas que no podía “conciliar con la noción de una sociedad justa.”

Concluida la universidad y su primera etapa como abogada en el bufete del Dr. Salvador Jorge Blanco, trabajó un tiempo en la oficina de otra destacada abogada de Santiago: Doña Mercedes María Estrella. Poco después empezó su andar en la administración de justicia, como fiscalizadora en el viejo Juzgado de Paz ubicado en la Santiago Rodríguez con Salvador Cucurulo, en las inmediaciones de la Plaza Valerio, en Santiago. De ahí pasó a ser Jueza de Paz. Era el año de 1973.

Su vocación por la judicatura la explica porque no se imaginaba a sí misma, como abogada, a expensas de la arbitrariedad de esos “pequeños dioses, afanados en darle brillo al Trujillo que muchos llevamos dentro”, que entonces abundaba entre los jueces del país.

Tras una estancia de un año en Madrid, donde realizó estudios de psicología social, vuelve al Salcedo de su infancia como juez e Paz. Con las mismas funciones, esta vez en Moca, conoce a Doña Ana Burgos, que hoy, a más de 40 años de distancia, la acompaña en la Procuraduría General de la República.

La designación de Don Julio Ibarra Ríos como fiscal del Distrito Nacional fue la ocasión para venir a Santo Domingo como parte del cuerpo de ayudantes del insigne jurista. Allí, en el Departamento de Quejas y Querellas, trabajaría por varios años junto a la destacada abogada y escritora Carmen Imbert Brugal, a quien la uniría una gran amistad. Tras casi siete años en la fiscalía, es designada como jueza de la Primera Cámara Penal del Distrito Nacional. Otros siete años en la Cámara Penal de la Corte de Apelación fueron suficientes para ser promovida, con un amplio apoyo social, a la Presidencia de la Sala Penal de la Suprema Corte de Justicia.

La carrera de Miriam Germán en la Justicia dominicana, hasta aquel fatídico 4 de marzo de 2018 , se prolongó por cuarenta y cinco años llenos de desvelos, de amenazas, pero también de la imperecedera satisfacción que otorga la conciencia del autorrespeto a su persona y a la investidura de su cargo.

La más alta expresión de ese autor respeto quedó plasmada en la famosa carta que le escribiera al Doctor Joaquín Balaguer en 1993. Entonces decidió, provisionalmente, dejar de hablar por sentencia “en razón de que, aunque no me sorprende el desprecio que usted exhibe por el poder judicial, he pretendido llevar un camino de decencia y autor respeto por el que he tenido que pagar un alto precio (…) Sólo cuente con mi sentencia condenatoria, cuando el Ministerio Público cumpla su obligación de probar y los que investigan dejen de acomodar expedientes para después rasgarse las vestiduras. Los principios son para ser aplicados independientemente de la valoración que nos merezca el eventual beneficiario. Al momento de juzgar, pretendo, sólo pretendo, hacerlo sin pasión, pero también sin miedo; no está entre mis deberes por un mero indicio, una simple sospecha, enviar un ciudadano a la cárcel.”

Esa idea del derecho como la única fuente de validez de los actos del funcionario judicial, del derecho como el criterio para orientar la decisión en justicia, con independencia de que la misma arranque aplausos o denuestos, ha sido la guía de su recta conducta. Y ha sido lo que la ha convertido en el símbolo que hoy es en la sociedad dominicana.

Cuando le pregunté cuál ha sido una de las satisfacciones mayores que ha recibido en su carrera, no me habló de la Suprema Corte, o haber sido designada como Procuradora General. Me contó el episodio de un pasillo: cuando llegó a la procuraduría, le presentaron a una joven funcionaria que le dijo: “Yo la conozco a usted desde hace mucho tiempo. A mi papá y a mi hermano los sometieron de una manera abusiva y usted los liberó” y mientras se lo contaba, “se le salían las lágrimas de los ojos”. La hija de un hombre humilde, agradeciendo a través de ella el sencillo cumplimiento de la ley, era su satisfacción mayor.

En un país como el nuestro, para mucha gente resulta difícil entender su confesión de que hasta el día de su juramentación como Procuradora General de la República, el pasado 16 de agosto, no había hablado con el presidente Luis Abinader. Tampoco desde entonces hasta el día de hoy. Y es justo por cosas como esta, que generó tanto entusiasmo en la sociedad la decisión del mandatario de designarla al frente del Ministerio Público.

En diciembre cumplirá 72 años, y la Procuraduría General de la República será la puerta de ingreso a su retiro de la vida pública. Entonces tendrá más tiempo para las otras pasiones que han acompañado su vida: la música, la literatura y el cine. Ya habrá tiempo para releer a Idea Vilariño, para escuchar las suites para cello de Bach, interpretadas por Yo-Yo Ma, o la Suite Folklórica Dominicana de Luis Días, a quien no duda en definir como “uno de mis dioses particulares.”

Pero mientras tanto, queda trabajo por hacer, y un trecho por andar en la construcción “de una justicia más abierta a la cuidadanía, donde se intente entender las razones de todas las partes”, una justicia más humana y donde el Ministerio Público “aprenda que su teoría del caso no es una prueba, sino lo que él pretende probar.” El desafío está planteado. Así que la música tendrá, mientras tanto, que esperar.

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