El inodoro me arranca una devoción fetichista: es butaca, confesionario y recipiente. Uno de los pocos asientos donde me coloco en la justa posición de lo que soy: debajo de mi estatura. En él alivio el disimulo de lo que presumo. Es el único espacio de la soledad donde rindo las poses o las tramoyas. ¿Quién puede esconder frente al inodoro sus malditas miserias? Y es que en su quieto pozuelo se descarga la última razón humana: la mortalidad; ese acertijo que no ha podido ser desentrañado por los espíritus más preclaros, pero que el inodoro prefigura con sádica sencillez.

Sí, la mierda es un desecho virtuoso: nos tasa y rasa en existencia y deja en cuclillas rangos, jerarquías y títulos como construcciones de nuestras necias autoestimas. Nos devuelve a la desnudez primaria; nos arrincona en la igualdad indeseada; nos obliga a vernos y actuar como somos: con pujos, jadeos, cólicos y gritos gloriosos de alivio. Aquí pierden sentido las apariencias y quedan sin razones los fingimientos. A la postre somos confrontados con la misma mierda: ricos, pobres, nobles, villanos, grandes, pequeños, negros, blancos y amarillos.

¿Acaso hay algún poder humano que pueda prescindir del inodoro? ¿O alguna virtud, condición o estado que nos equipare tan universalmente? El inodoro es arbitrariamente inclusivo; soberanamente indistinto. No hay tiranía que lo sobrepuje en imposición ni rinda a su merced tantos apuros. Nos doblega, nos humilla… nos exculpa a su antojo. En la deposición fecal el Homo erectus es una pretensión fallida; en el inodoro las causas pierden banderas y las grandezas, recogidas, retornan a su real talla.

Para mí, defecar es una portentosa e indomable insubordinación de nuestras pobrezas. Pregunto: ¿quién ha podido evitarla, contenerla o perfumarla? Es un llamado que reta las costumbres más discretas. Cuando sus ganas asoman no hay disuasión que desvíe sus designios ni protocolo que excuse merecidamente sus apuros. Nos recuerda que el dominio es de la naturaleza y que el inodoro, en esa crónica, es un retablo de su culto. Defecar no solo es ley natural; es un acto de confirmación humana. ¿Qué apremio apela tan cotidianamente a la banalidad de nuestras presunciones? Solo la muerte.

Jesús dijo: “¿También vosotros sois aún sin entendimiento? ¿No entendéis que todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina? Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre” (Mateo 15: 16-18). ¡Qué verdad más pura! Nos avergüenza hablar sobre las imposiciones de nuestra razón fisiológica, pero convivimos sin espantos con las torcidas maquinaciones de nuestros corazones. Al decir de Jesús: ¿Qué contamina más nuestra naturaleza? Sentimos rubor por la intimidad fecal, no así por nuestros fríos consentimientos a cuadros brutales de convivencia. Aplicamos la censura para escribir o pronunciar la palabra mierda mientras proclamamos sin disimulos odios y prejuicios de todo tipo como ejercicio de la libertad ideológica de nuestros días en un mundo invertido: de derechos sin obligaciones, metalizado en sus propósitos, relativizado en sus valores e individualizado en sus proyectos de vida, y en el que el oro, de “excremento del inframundo”, como lo definía Sigmund Freud, devino en razón, centro y fin de vida.

Cuántas toxinas segrega el alma que contaminan la vida, esas que empiezan con una pequeña herida moral, pero que con el tiempo se fermentan en un enfado corrosivo (rencor) y nos arrima a la amargura; luego madura como una memoria oscura y obsesiva del pasado (resentimiento) hasta mutar en una repulsión hacia alguna cosa o persona cuyo mal se desea (odio) y finalmente termina con el desquite o desagravio para pagar con el mismo daño (venganza). Ese es el proceso de nuestra venenosa digestión emocional. Más impuro e infecto que el que termina con la excreta de nuestros despojos. El rencor nos arrincona, el resentimiento nos corroe, el odio nos consume, la venganza nos mata; la mierda, en cambio, nos alivia, confronta y descarga, confirmando que lo que vicia al hombre no es lo que come: es lo que desea y “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34). ¿Dónde se alojan, entonces, nuestras verdaderas miserias? ¿En el inodoro o en el corazón? Que Dieu bénisse les toilettes!

PD. No tengo que excusar mi lenguaje; ¡mierda! es mío. Basta con no leerme y punto.

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