Hace unos años la prensa internacional reveló que Graham Bell (1847-1922), podía no ser el inventor del teléfono. Hace poco más de treinta años, el profesor Luc Montaigner del Instituto Pasteur de París obtuvo por decisión judicial la paternidad del aislamiento del virus VIH, ante un profesor estadounidense que se adjudicaba su paternidad. En el caso de Bell sólo una sentencia moral puede reprimir ese plagio; en el caso del sida, una indemnización monetaria y un reconocimiento científico eran de rigor.

En el mundo de las ciencias el plagio es moneda corriente y los métodos de investigación científica son más permeables al robo de ideas y proyectos porque se trabaja en equipo y que la información se puede filtrar hacia otros laboratorios. Lo mismo sucede en el sector industrial en donde a diario se sustraen informaciones para producir un producto que ya había sido elaborado y estaba en espera de comercialización por una empresa determinada. En esta acción se trata de un plagio colectivo organizado por toda una estructura que ha dado lugar a una profesión: el espionaje industrial. En otros casos, tenemos la industria automovilística japonesa que no tiene ningún escrúpulo en copiar el design de vehículos europeos y estadounidenses llegando incluso a perfeccionarlos.

Si en el pasado era posible que los inventos fueran propiedad de una sola persona. Era simplemente porque, tanto en la ciencia como en las artes, se procedía de la misma manera. La revolución industrial de finales del siglo XIX puso fin a ese pensar individual a favor de un trabajo en equipo destruyendo relativamente los límites de la paternidad de un invento, pero dejando libre la de un descubrimiento.

En el mundo de las artes es donde el plagio tiene una mayor sanción porque puede aniquilar al plagiario. Sin embargo, es también en las letras y las artes donde el plagio resulta más difícil de descubrir y donde se cometen las mayores injusticias con fines de arruinar una reputación.

En literatura, por ejemplo, se reconoce un recurso para evitar la peste del plagio que es la “reescritura” y que consiste en utilizar elementos de otra obra e incorporarlos a una nueva. La literatura mundial está llena de ejemplos. Para citar una reescritura que revolucionó la novela moderna basta con citar Ulises del irlandés James Joyce, una reescritura de La Odisea de Homero. En la literatura dominicana tenemos Filoctete de Héctor Incháustegui Cabral y Creonte de Marcio Veloz Maggiolo, reescrituras de Sófocles como la novela de Aída Cartagena Portalatín Escalera para Electra. En pintura también se retoman temas. Basta recordar Las meninas de Velázquez recreadas por Pablo Picasso y no es el único ejemplo.

Hay quienes lo hacen de manera transparente, otros la revelan con una picada de ojo y hay los que la dejan a la cultura del lector y de los críticos. La reescritura es el enlace entre las obras de épocas diferentes y de la actual. Reescribir El Quijote, como lo hizo Pierre Ménard, el personaje de Borges no es un plagio, es una locura. Quien copia una obra textualmente y la firma no es un plagiario, pues para cometer plagio es necesario un poco del genio de la simulación.

Alexandre Dumas solía decir: “En literatura el robo se hace con asesinato para que no quede nada de lo anterior”. Dumas era consciente de lo que decía porque él mismo fue objeto de demanda por uno de sus colaboradores, Guy Moquet, que revindicaba la autoría de El Conde de Montecristo.

En los tribunales Moquet tuvo la razón y Dumas se vio obligado a inscribir a Moquet como coautor de su célebre novela. El reconocido escritor francés se había ganado la animadversión de algunos de sus contemporáneos por sus extravagancias. Hubo una monumental obra de Joseph-Marie Quérard, Les supercheries littéraires dévoilées, en la que trata de mostrar que Dumas no era el autor de muchas de sus obras y que empleaba “negros”, como se les llama a los que escriben obras para que sean firmadas por otro. Esa práctica del escritor fantasma es muy usual entre los políticos. Como es de todos conocido Dumas era mulato y a esos colaboradores les llamaban “los negros del mulato”. El talentoso autor de Los tres mosqueteros no respondía a sus detractores que se dieron a la tarea de señalar que Dumas y compañía era una verdadera fábrica de novelas. Lo que es cierto.

Dumas tenía colaboradores que hacían la investigación del tema que el famoso escritor francés les indicaba y al recibir el resultado de la investigación entonces entraba el ingenio del escritor para pulir el carbón y hacerlo diamante. Hay una gran diferencia entre reescribir un texto y convertirlo en ficción y el plagio de una obra literaria. ¿Quién se va a creer que el cardenal de Richelieu intrigaba en contra de la esposa del rey de Francia por unos diamantes que le había regalado a su amante inglés? A pesar de tantos efectos de real de la época del cardenal Richelieu no se trata de una novela histórica como lo podría pensar un lector naïf. En ese sentido el genio de Dumas tuvo éxito y logró escribir una ficción histórica

El plagio tiene los límites que producen los recursos que sostienen la creación en general. No se puede crear sin mirar hacia atrás. Bell será siempre el inventor del teléfono y Dumas el autor de El Conde de Montecristo.

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