Finalmente parece que nos libraremos de Trump. Pero hay en el escenario de la política estadounidense y mundial aspectos que seguirán siendo preocupantes. Joe Biden, si bien nunca ha generado grandes expectativas, al menos manifiesta la intención de desmontar algunas de las políticas regresivas y excluyentes, afrontar la pandemia del coronavirus y reintegrar los Estados Unidos al orden mundial, pero gobernar con el Senado y la Corte Suprema en contra, y una oposición tan fuerte y radicalizada, le impondrán serias limitaciones.

Nadie creía hasta 2016 que ciertamente Trump pudiera llegar y gobernar en los EUA, un presidente tan abiertamente racista, ultranacionalista, dispuesto a subvertir el orden internacional que su propio país había ayudado a construir para mantener la paz en el mundo; el orden que había pasado a gobernar de manera multilateral la seguridad, los derechos humanos, el comercio internacional y el medio ambiente; que asumiera que las Naciones Unidas, la Unión Europea, la OMC, el acuerdo de París y los pactos de control de armas son más bien obstáculos a sus propósitos; y que a sus fines Putin puede ser aliado más confiable que Alemania.

Y que ahora, tras el desastre de sus cuatro años de gestión más de 70 millones de ciudadanos hayan votado por él, que continúen creyéndole, y que su viejo gran partido casi en su totalidad siga sosteniéndolo en sus intentos de subvertir el orden democrático de su país, es algo que demuestra que no fue un simple accidente de la historia, sino que puede trascender mucho más que un período de gobierno.

Hay otras cosas que llaman mucho la atención. Una es cómo las encuestas, un medio de indudable valor predictivo y descriptivo, hayan vuelto a fallar de una forma tan contundente, un instrumento estadístico que no solía fallar excepto por un pequeño margen de error. Ya el mundo había visto asombrado cómo dicho instrumento se había venido abajo en el caso del referéndum por la paz en Colombia, del BREXIT y de la anterior elección del propio Trump.

Todo parece indicar que está ganando cuerpo en el mundo una parte de población que alienta sentimientos negativos hacia el resto de la humanidad, hasta el punto de ocultarlos a las encuestas y no manifestarlos hasta el momento de la decisión final.

Tal cosa se vio claramente en el caso de Colombia: el esfuerzo del expresidente Juan Manuel Santos de conseguir la paz negociada culminó con unos acuerdos que fueron desaprobados por más de la mitad de los colombianos en una primera instancia, pero su insistencia en terminar con una guerra sin fin, sin vencidos ni vencedores, permitió su aprobación con modificaciones, lo que le ganó el Premio Nobel de la Paz; solo para que la población eligiera de inmediato a Iván Duque, de la misma escuela de Trump, para que viniera a desconocer los acuerdos y comenzar un gradual exterminio de los antiguos guerrilleros, ahora desprevenidos y desarmados.

La derrota de Trump es una gran cosa, pero la derrota del neofascismo es algo más complicado y tomará mucho tiempo. Los grandes países de Europa, principalmente Alemania y Francia, en alguna medida también Italia y España, han logrado frenarlo, a veces recurriendo a acuerdos políticos en que derecha e izquierda sacrifican reivindicaciones. Pero ellos conocen demasiado bien los horrores del fascismo. Lo extraño es que no haya ocurrido lo mismo en Hungría, en Croacia y particularmente en Polonia, que sí lo conocen muy bien.

Tanta influencia han ganado estas ideas, con un uso abusivo de las redes sociales, que hasta al mismísimo Papa de Roma lo han pretendido satanizar. En América Latina, además de Iván Duque, el principal aliado de Trump es Bolsonaro en Brasil. Afortunadamente algunos vientos han cambiado de dirección, como lo muestran el reciente plebiscito en Chile para desmantelar la Constitución de Pinochet, y el contundente resultado de las elecciones en Bolivia, alejando los intentos de consolidarse a otro gobierno neofascista.

Aunque surgidos de distintas fuentes, América Latina conserva heridas lacerantes como los regímenes de Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua, que nacieron con mejores auspicios, pero que se corrompieron y terminaron como cualquier dictadura de derecha, oprimiendo y sumiendo en la miseria a sus pueblos. El próximo paso en nuestra región debe ayudar a que esos países los superen y se restablezca la democracia.

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