El pasado lunes tropecé con una persona a quien apenas reconocí cuando se quitó la mascarilla. La última vez que la vi fue en ocasión de una conferencia que dicté hace algo más de diez años en un hotel de Santo Domingo.

En ambas ocasiones me preguntó por alguien que conocíamos y a quien por razones todavía ignoradas me supone alguna cercanía. Cuando intenté responderle, me interrumpió con otra pregunta: “¿Y tú la soportas?”. Sin esconder mi desagrado le repliqué: “¿Y cuánto hace que no la ves?”. “Como quince años”, me dijo. “Date una oportunidad, por Dios”, le contesté ásperamente y me retiré sin despedida. Aturdida, se quedó varada en la sorpresa. No era difícil sospechar que estaba emocionalmente enferma. Llevaba una herida abierta que supuraba amargura y esas lesiones no envejecen. Mucha gente carga con una deuda no redimida: perdonarse a sí mismos. Viven cautivos de sus errores, atados a su pasado, anclados en sus frustraciones o rumiando sus desdichas.

Un día alguien me preguntó sobre la primera razón para ser infeliz; le respondí sin demoras: no perdonarse. Parece mentira, pero hay quienes pretenden perdonar a los demás sin aceptarse a sí mismos. Creo que una de las tantas aristas de la violencia de hoy reside en ese fermento interior.

La armonía con uno mismo es un estado que equilibra toda nuestra convivencia. Los conflictos de autocomprensión, en cambio, son fuentes de continuas tensiones. Y es que cuando hay reproches no sanados salimos a cazar culpables, y en esa aventura resultan lastimados muchos inocentes. La falta de perdón hacia nosotros puede asumir distintas actitudes, pero he advertido prominentemente tres: la autoconmiseración, el resentimiento y la justificación.

En la autoconmiseración subyace un placer oscuro por la culpa.

La persona se flagela impenitentemente con su falta, convirtiéndose en víctima de su castigo moral. Es una actitud nihilista, depresiva y apocada. Se pierde valor propio y se gana la indignación por el ajeno. Hay personas que procuran autovalidarse con la victimización. Necesitan martillar sus errores; recordar sus fracasos para merecer las cosas. Creen falsamente que la vida debe retribuirles sus desdichas por un sentido incomprendido de la justicia o del destino. Solo se sienten confirmadas con sus culpas. La autoconmiseración es generosa como disposición emocional para el arrepentimiento, pero no como actitud de vida. Arrepentirse no solo es sentir culpa, es aceptar la falta, pero sobre todo acatar la resolución de enmendar; más que dolor interior, es decisión de vida; más que sentimiento es voluntad intencional. El psicólogo John W. Gardner, exsecretario de Salud de Estados Unidos en la administración de Lyndon B. Johnson una vez escribió: “La lástima por uno mismo es uno de los narcóticos no farmacéuticos más destructivos. Es adictiva, da placer sólo al momento y separa a la víctima de la realidad”.

La segunda actitud, el resentimiento, es corrosiva y tóxica; así, mientras en la autoconmiseración la razón de no perdonarse está en nosotros; en el resentimiento la vemos en los demás. A veces vivimos con la vergüenza de un pasado oscuro, de un propósito desviado o de una mala elección de vida y culpamos a otros de esas autonegaciones.

El hijo que nació de una vivencia no planificada no tiene la culpa de su existencia; el amigo que ha triunfado en su carrera no es responsable de nuestras insolvencias; el compañero que convoca simpatía por su personalidad fácil, afable y espontánea no debe responder por nuestro carácter acomplejado, irascible y ceñudo. El resentimiento es un castigo callado que ahoga todo buen propósito y quiebra nuestra estabilidad emocional. Solo pierde quien lo carga. En su tratamiento no se conoce una terapia distinta al perdón. “Si no estás muerto todavía, perdona. El rencor es denso, es mundano; déjalo en la tierra: muere liviano”, decía Jean-Paul Sartre.

La tercera actitud es la autojustificación. Mientras en la autocompasión hay una conciencia excedida de culpa, en esta condición prevalece la resistencia a aceptarla. Para estos siempre habrá razones que validen sus faltas, convirtiéndose en los mejores abogados de sus causas. En el fondo prevalece un miedo indescifrable para mostrarse como son o dejar ver sus fragilidades. Estas personas son inevitablemente infelices. No se dan la oportunidad de un quiebre, de una inflexión, de una contrición. Cubren sus impotencias con falsas fortalezas. Para ellos perdonar es aceptar su equivocación, ceder dignidad, razón o poder. Esta actitud es protervamente destructiva y fuente de miserables dobleces. Supone ocultar o disimular temples quebradizos bajo apariencias embusteras. Hay quienes construyen relatos irreales de vida o superponen una personalidad artificiosa, a la justa medida del agrado de los demás, con tal de ganar aceptación o reconocimiento. En realidad, no están conformes consigo mismos y fabrican imágenes ilusorias siguiendo formatos, patrones y tendencias de acreditación social. Sobre esto escribía Rosseau: “Los temores, las sospechas, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconden frecuentemente bajo ese velo uniforme y pérfido de la cortesía.”

Desde mediado del siglo pasado se reconoce en la psicología positiva la terapia clínica del perdón. La Asociación de Psicología Americana (APA) define el perdón “como un proceso (o el resultado de un proceso) que involucra un cambio en las emociones y actitudes hacia un ofensor”. Los efectos reconocidos en el perdón no solo son espirituales. Se ha podido objetivar la reducción de la presión arterial, el descenso de la frecuencia cardiaca, el cambio de la conductancia de la piel, la reducción de la probabilidad de padecer ansiedad, depresión y estrés postraumático. El perdón es expansivamente liberador, intensamente relajante.

Me parece que a algunos nos espera recogernos y volvernos a razones interiores de compresión, porque buscamos desatinadamente culpas y culpables en la periferia cuando el mal está adentro y tiene que ver con la resistencia a aceptarnos, a enfrentar nuestra verdad, a perdonar nuestras negaciones y a reconocer la fuerza del amor. “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres”. (Romanos 12:18)

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