Crónica de un vuelo frustrado a Cuba

Se decidió viajar por Puerto Plata ya que todos, con mi excepción, residían en Moca. Me habían informado que el avión en que haríamos la travesía era un cuatrimotor y yo, como siempre, escéptico empedernido sobre la seguridad de estos aparatos, inquiría con insistencia ante el compadre organizador de esta parranda aérea con decenas de interrogantes necias, de esas que se hacen más bien para calmar la incertidumbre que con la esperanza de recibir respuestas convincentes.

Quizá quedase la opción de que yo tomase el vuelo por el aeropuerto Las Américas –nunca había volado por Puerto Plata- pero no…viajaría a Moca y allí me uniría el mismo domingo 15 de noviembre de 1992 con el grupo que formaban mi suegro, don Rolando Hernández, el reconocido médico doctor Pedro Lizardo (ambos ya fallecidos), mi concuñado Fernando Fernández, mi compadre Punco Díaz Piñeyro, y una compueblana evangélica que iba a Cuba –según dijo- a repartir biblias, Clara Mireles. Otros que se habían inscrito para hacer el viaje desistieron casi a última hora.

Originalmente previsto para salir hacia La Habana, con escala en Varadero, a las tres de la tarde de aquel domingo de hace veintiocho años, el vuelo de Aerocaribbean –subsidiaria de Cubana de Aviación que realizaba vuelos charters a Santo Domingo- fue bruscamente pospuesto para las cinco. El aeropuerto Gregorio Luperón de Puerto Plata, era ese domingo soleado aunque un poco frío un verdadero enjambre de pasajeros que se preparaban para tomar vuelos hacia distintos destinos. Centenares de turistas, diría yo, llenaban aviones Jumbo y de otras dimensiones hacia Montreal, Munich, Madrid, New York, Miami. Otros cientos de turistas llegaban a la costa norte en naves repletas desde Europa y Canadá para disfrutar las cálidas aguas del Atlántico. Todavía el norte puertoplateño era el destino preferido de dominicanos y extranjeros, y no existía el aeropuerto actual de Santiago.

A las 5:30 de la tarde todavía el avión cubano no aparecía en la pista. Se informó entonces que estaba en el aeropuerto Las Américas abasteciéndose de combustible y que llegaría al aeropuerto Gregorio Luperón (creo que entonces le llamaban La Unión) hacia las 6:15 de la tarde. Los vuelos seguían saliendo y los pasajeros en espera eran cada vez menos en el reducido espacio de inmigración donde todos nos encontrábamos en el momento. Poco antes de las 6:30 se cerraron las tiendas de zona franca, la cafetería y las dependencias del aeropuerto. Los últimos pasajeros que quedaban allí abordaron los vuelos hacia Madrid y Montreal y se elevaron a los cielos rápidamente. Mientras una mujer del servicio se dedicaba a la limpieza del espacio donde estábamos los seis pasajeros mocanos –los únicos que abordaríamos el avión cubano- un empleado nos instruyó para que saliéramos al área de rampa, al lado de la puerta de salida a la pista (medida que encontré inusual y extraña), mientras se concluía la limpieza y se despejaba el área de polvo, basura y el humo de cigarrillos que habían dejado los viajantes ya en vuelo hacia sus respectivos destinos.

En el horizonte, sobre las 6:35 de la tarde, apareció el avión cubano. ¡Al fin! Nos alegramos de que después de varias horas de espera, en más o menos media hora estaríamos abordando el aparato para emprender rumbo hacia la capital cubana. Hacíamos cálculos sobre la hora de llegada a ver si daba tiempo para encontrar cupo esa misma noche en el cabaret Tropicana. Uno del grupo había adquirido, sin que nos diésemos cuenta, un litro de whisky para “calentar los motores” en el trayecto. Otro más, ante mi insistencia por comida, me aseguró que como llegaríamos antes de las diez encontraríamos abierto un rico buffet en el hotel Comodoro donde nos hospedaríamos. El avión de Aerocaribbean –un viejo Ilyushin-18 de la era soviética- continuaba, mientras tanto, volando alrededor del aeropuerto sin que pareciese estar preparándose para descender, aunque ya había bajado lo suficiente para realizar la maniobra de aterrizaje. En ese momento pensamos que estaba dando tiempo a que salieran dos naves que ya estaban desde hace rato listas para despegar. En efecto, un Jumbo de Air Canadá voló rumbo a Montreal llevando a varios compueblanos, entre ellos a doña Rosaura, propietaria de la legendaria panadería mocana, quien tenía a varios de sus hijos viviendo en la urbe canadiense. Hicimos bromas comentando que debido a la extrema gordura de doña Rosaura el avión en que viajaba podía ladearse. Una nave de Dominicana de Aviación se colocó en espera frente a la pista. Alguien nos dijo que estaba dando oportunidad al avión cubano para que aterrizase. Mientras tanto, yo observaba la trayectoria de la nave que había estado encima de la pista casi lista para el descenso y que, de pronto, dobló a la derecha y pareció tomar altura de nuevo mientras se alejaba. La noche había caído suavemente, pues todavía se disfrutaba de claridad suficiente para observar los movimientos de la nave cubana cuyas luces parpadeaban a lo lejos. Dos o tres empleados de rampa conversaban con nosotros animadamente. Yo reinicié mis cuestionarios nerviosos, descontrolados y casi premonitorios: ¿Y la torre de control de aquí funciona bien? ¿Y esos aparatos cubanos son seguros? ¿Y no ocurren problemas con esta pista tan pequeña? ¿Quiénes son los que controlan el tráfico allá arriba? Los empleados reían con mis preguntas y mis compañeros de viaje –que ya habían dado buena parte del whisky- reían también. Todos, sin embargo, muy disimuladamente, manifestaban cierto nerviosismo por la espera tan larga y el alejamiento del avión de Air Caribbean.

Mientras yo mantenía mi mirada fija en las luces del avión, pude observar que ahora giraba hacia la izquierda para iniciar el proceso –suponía- de situarse frente a la pista. El avión de Dominicana seguía a la espera. Faltaban dos o tres minutos para las siete de la noche. La cháchara de los amigos ya me importaba poco. Fue cuando, de pronto, observé una luz de fuego que iluminaba las laderas de la loma Isabel de Torres que desde la tarde había advertido a mis compañeros que estaba cubierta por una espesa neblina. Fui el primero en gritar al jefe del tour Punco Díaz: “Compadre, el avión se estrelló en la loma”. Inmediatamente, segundos de segundos, un resplandor amplio, intenso, iluminó aquel contorno de la montaña mientras se escuchaba una primera detonación leve, lejana, y otra de mayor fuerza que pudieron sentir todos en el grupo. Mi compadre, sorprendido, creando tal vez un mecanismo de defensa que permitiese dudar lo que estaban viendo sus ojos, exclamó: “Compadre, ese es el resplandor del sol que se está poniendo”. Una explicación inverosímil, sólo comprensible en momentos únicos como éste del que estábamos siendo privilegiados y atribulados testigos.

Todos quedamos estupefactos, sobrecogidos. El avión cubano se había estrellado en la loma. Algunos medios difundieron el primer yerro: que el avión había caído. El mismo avión que había salido de Las Américas para recoger solamente a esos seis pasajeros mocanos que éramos nosotros –no a 51 viajeros como también informaron con evidente apresuramiento algunos diarios- en la terminal aérea de Puerto Plata. Ni siquiera los empleados de rampa se percataron del suceso. Todos miraron asombrados hacia la loma Isabel de Torres cuando yo llamé la atención sobre lo que acababa de ver. Corrimos hacia fuera el recinto apresuradamente para dar cuenta por teléfono a la familia de lo sucedido, antes de que llegasen las primeras noticias que en el afán de la “primicia” distorsionaron algunos medios televisivos. No valió el esfuerzo. Las noticias difundidas por la televisión fueron tan rápidas como incorrectas que a poco menos de una hora del suceso ya se hablaba de que se habían recogido 26 cadáveres. La distorsión provocó colapsos nerviosos en algunos de los familiares del grupo. Mi esposa, que veía El Gordo de la Semana en mi casa de Santo Domingo, cuando escuchó la información, segura de que yo iba en aquel avión, perdió el control de sí y salió a la calle corriendo en su vehículo sin rumbo fijo, hasta que logró ser rescatada y calmada por algunos vecinos.

Al salir al área exterior, la mayoría de los que esperaban a familiares y amigos que venían en el vuelo de la aerolínea cubana desconocía lo sucedido. Al conocer la noticia de labios del grupo nuestro, dos jóvenes estallaron en llantos gritando que en ese avión venía su madre, otra señora nos dijo que en la nave viajaba su hijo mayor que regresaba de Cuba, y otros que un tío, un hermano, un compadre… Muchos de los viajeros habían abordado la nave en Las Américas que era lo que originalmente se me había sugerido hacer para no tener que viajar primero a Moca y luego a Puerto Plata. La tragedia mostraba su rostro horrendo. Vendrían ahora las especulaciones, los cuestionamientos, la búsqueda de la famosa caja negra, las comisiones de evaluación de lo sucedido. Entendimos prontamente que no había posibilidad alguna de sobrevivir a aquel desastre, el primero de su tipo en la zona de Puerto Plata. Asistíamos, impávidos, al espectáculo horrible de muerte tan violenta. Una imagen que habrá de perseguirnos mientras sigamos vivos. “Ustedes nacieron hoy”, nos dijo un guardia cuando abordábamos un vehículo de alquiler para regresar a Moca donde pernoctaría para viajar a mi casa al día siguiente después del frustrado viaje a Cuba. En mis manos, todavía conservaba un libro de Guillermo Cabrera Infante que había llevado para releer durante el vuelo: “La Habana para un infante difunto”.

En el accidente aéreo fallecieron 34 personas, o sea todos los pasajeros y la tripulación. Aerocaribbean dejó de volar a República Dominicana. Nunca se dieron explicaciones convincentes de lo ocurrido.

About Author

WP2Social Auto Publish Powered By : XYZScripts.com
WP Radio
WP Radio
OFFLINE LIVE