El pasado miércoles 18 de noviembre de 1961 se conmemoró el 59 aniversario de la masacre en la Hacienda María de los conjurados en el ajusticiamiento de Trujillo por Ramfis Trujillo, hijo mayor del tirano y un grupo de sus turiferarios entre los cuales figuraba su cuñado entonces Luis José León Estévez que cincuenta años después publicó Yo, Ramfis, un libro con mucho éxito de librería en el que el autor “no hizo nada” y carga toda la responsabilidad a su excuñado ¡Vaya paradoja!

Al observar el auge que ha tenido la publicación de libros de exfuncionarios de la dictadura de Trujillo, trato de buscar la razón de ese efímero éxito de librería y de pregón. Los dominicanos, me digo, quieren saber cómo pudo instalarse, durante 31 años, un régimen de esa naturaleza y cómo actuaban sus colaboradores para que la dictadura funcionara. Al final, el lector queda con el sabor amargo de la decepción porque no se da cuenta de que los regímenes totalitarios, además de un engranaje, están formados por vasos comunicantes y que revelar ciertas cosas podrían comprometer a sus amigos y hasta a ellos mismos.

Hay también una búsqueda morbosa en el lector dominicano tanto en el que tenía edad de razón durante la “Era de Trujillo” como el que no la vivió, pero ha tenido que soportar el peso de la memoria colectiva de un pasado reciente.

El insatisfecho morbo criollo seguirá buscando aunque nunca tenga respuesta, porque los regímenes totalitarios son, en fin de cuentas, absurdos y difícil de justificar.

Uno de los primeros que trataron, allá por los principios de los 70, de narrar (y ganar dinero) con la dictadura trujillista fue, precisamente, un esbirro: el convicto Alicinio Peña Rivera. Antes lo había hecho Lolito Tejeda, el legendario procurador fiscal de las postrimerías del trujillato y luego, con los años, esa bibliografía ha ido en aumento. No dicen ni explican nada y los lectores siguen esperando. En realidad, se trata de una escritura impúdica que está obligada a mentir, porque de lo contrario tendría que admitir su participación (la colaboración está implícita) en ciertos crímenes de sangre.

En toda escritura, por histórica que sea, hay ficción y en la ficción hay una referencia real que se pierde en la imaginación de narrador. Sin embargo, la diferencia se encuentra en que en esos “recuerdos” de la dictadura de Trujillo los mecanismos de los que se sirve su autor para eludir responsabilidades son del dominio del código penal. Si revela autores, acusa; si los calla, encubre. De modo que esa “literatura” de la Era tendrá siempre teclas que no se tocan y, por qué no decirlo, algo de falaz.

A pesar de lo decepcionantes que resultan esas obras de los exfuncionarios trujillistas, sus libros se venden como pan caliente y en menos de seis meses alcanzan varias ediciones. La otra cara de la moneda, la de los que sufrieron los embates de los torturadores del régimen, la prisión, la muerte de un familiar o la condición de desafectos, el pudor, porque lo tienen, no les permite desnudarse ante el lector. Si hicieran eso sus libros alimentarían el morbo dominicano. Por suerte no lo hacen. Para ejemplo, En las garras del terror de Tomás Báez Díaz, es un relato espeluznante de los meses que pasó en la cárcel de la 40 sin caer en el impudor que algunos exigen a un libro para tener una venta exitosa.

Otro, en ese mismo tenor, Si la mar fuera de tinta… vivencias de una niña tras la caída de la dictadura trujillista, de Mayra Báez de Jiménez, lleva cuatro ediciones desde 1999.

Se trata de un relato de una niña cuya rutina familiar se vio trastornada la noche del martes 30 de mayo de 1961. La noche de la muerte de Trujillo su vida iba a tomar otro rumbo. Su padre, Miguel Ángel Báez Díaz, uno de los conjurados y su hermano, Miguel Báez Perelló, militar de carrera, fueron víctimas de la represión de los hijos de Trujillo. Ese relato tenía todos los elementos para despertar el morbo dominicano. Para que alguien de la familia de esos mártires nos diera una versión “oficial” de cómo murieron sus familiares, de cómo vivieron los seis meses de agonía de la dictadura. Pero Báez de Jiménez permanece serena y cuenta una historia (lamentablemente real), del acontecimiento que la sacó violentamente de la niñez y la lanzó al mundo de los adultos.

Cuenta, sin quebrantar los límites de la intimidad de su familia, el horror de la esperanza de que les devolvieran a su padre y hermano, de que su casa volviera a ser como era antes del 30 de mayo de 1961. Es un libro bien escrito, en el que el horror de la dictadura fluye sin caer en lo impúdico.

Hace poco publiqué un artículo basado en la teoría filosófica de Hannah Arendt que entiende que el genocida alemán Adolf Eichmann no se sentía culpable del exterminio de cientos de judíos en la cámara de gas porque lo hacía cumpliendo órdenes, cosa que le permitía no poder distinguir entre el bien y el mal, pues por disciplina militar había aprendido a “obedecer órdenes”, principio que por consecuencia lógica le conducía a “banalizar el mal”. Como han hecho con el mayor desparpajo los exfuncionarios trujillistas cuando toman la pluma para contar “sus recuerdos” de la Era.

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