¿Derechos sin deberes? No, gracias…

Clamamos a diario por un sistema de convivencia ordenado, equitativo y retributivo. Vivimos el frenesí del llamado “empoderamiento ciudadano”: una voluntad expansiva que reclama espacios y oportunidades en los centros de decisión. No pasa una década sin que emerjan nuevos colectivos que demandan la tutela de sus derechos con base en sus propias identidades. Las siglas de algunos no soportan más letras.

Los derechos se atomizan según los intereses y afinidades esenciales o accidentales. Tenemos derechos de todas las categorías y para todas las edades, tallas, géneros y preferencias; cada grupo demanda cuotas de participación. Domina en el mundo liberal la euforia de derechos como ejercicio de una libertad cada vez más individual.

Las calles de cualquier ciudad del mundo sirven de cauce expresivo a un torrente ya rutinario de protestas y reclamos. Las pancartas, los gritos y las proclamas son parte viva de las estampas urbanas en las sociedades democráticas occidentales. Consumidores, electores, políticos, ciudadanos, obreros, estudiantes, ambientalistas, mujeres, homosexuales, etc., militan en defensa de los derechos que les otorgan sus condiciones e identidades. Los derechos constituyen la nueva religión del siglo XXI. A las jóvenes generaciones se les forma e instruye en derechos, incluso los propios: los de los niños, niñas y adolescentes.

En los siglos XVIII y XIX nacieron los derechos civiles y políticos, llamados de primera generación, que tienen como valor la libertad humana y entre los que se reconocen los derechos a la vida, a la libertad, a la seguridad y a la propiedad, entre otros (derechos civiles) y los derechos al voto, a la asociación, a la huelga, entre muchos (derechos políticos). En los siglos XIX y XX emergen los derechos sociales y económicos, llamados también de segunda generación, que tienen como valor la igualdad y entre los que se reconocen los derechos a la salud, a la educación, al trabajo, a una vivienda digna, entre tantos. En los siglos XX y XXI se reconocen los derechos a la Justicia, la paz y la solidaridad, llamados también de tercera generación y basados en la confraternidad, entre los que se destacan los derechos a un medioambiente limpio, a la paz y al desarrollo. Existen hasta los derechos difusos, esos que pertenecen indivisiblemente al colectivo y al individuo y que pueden ser ejercidos por uno en nombre de todos.

En el llamado Estado social democrático y de derecho el ciudadano es un foco de derechos y de políticas públicas. Se diluye así la delegación de la antigua democracia representativa. El Estado garantiza el ejercicio igualitario de todos los derechos.

Los derechos fundamentales, que nacieron como utopías sociales o construcciones abstractas, reciben hoy consagración sustantiva en las constituciones de la mayoría de países del mundo. El desafío de este siglo es y será la diversidad como supremo derecho; sus bases y alcances seguirán generando tensiones y resistencias, pero nada parece contener esta avalancha arrolladora de reclamos vindicativos.

La pregunta que pocos se hacen es ¿y los deberes? El silencio es tácito. Y es que en cualquier contexto la ciudadanía responsable es una moneda de dos caras. Tiene una dimensión activa (en derechos) y otra pasiva (en deberes). En la primera participa de los beneficios de la vida colectiva de forma igualitaria; en la segunda aporta valor, desarrollo y sostenibilidad a la convivencia colectiva. Vivimos en una sociedad desbalanceada: fortificada en derechos y deficitaria en deberes.

Una comunidad de derechos sin obligaciones es una reivindicación fallida; un “orden” inviable. En ella todos reclaman lo que nadie quiere hacer, o, como decía Oscar Wilde: “El deber es lo que esperamos que los demás hagan”; y el derecho, agregaría yo, “es la pretensión para exigir lo que nadie quiere hacer”. Mahatma Gandhi, por su parte, afirmaba que “todo derecho que no lleva consigo un deber, no merece que se luche para defenderlo”.

Hemos construido y sustentado una cultura de contestación sin acción, de crítica sin proposición, de pasiones sin estructuras y de denuncias sin sustentación. Los llamados a correcciones cuando no son impersonales se dirigen a los gobiernos o a la clase política, convertidos en centros de imputación de todas nuestras quiebras, como si todas las obligaciones dependieran de ellos. Cada día se renueva la oportunidad para reclamar, pedir y exigir sin mostrar a cambio los compromisos compensatorios. Nuestra cotidianidad es una sola queja. El tema aquí es saber si somos parte del problema o de la solución. Denunciar no es remediar ni convierte a nadie en héroe y el Estado no está para satisfacer todas las demandas.

Siempre he dicho que en sociedades de fuertes insolvencias como la nuestra participar dejó de ser elección; es obligación. Ello es debido a que ya no es posible dar respuestas individuales a problemas colectivos. Sustraer los intereses propios de los comunes es quimérico, y es que el régimen de convivencia es cada vez más interdependiente, por más concentrada y desigual que sea la organización social.

Es posible resolver el problema de la seguridad personal o familiar con un vigilante privado, la educación con un buen colegio, la energía con un generador, el transporte con vehículo, la salud con un seguro médico internacional, pero nada ni nadie podrán redimirnos del riesgo de vivir en un país sin instituciones operantes, aunque vivamos de la Anacaona a Casa de Campo en vuelo de helicóptero. ¿Los derechos? Muy bien ¿Y los deberes? ¿Pa’ cuándo?

About Author

WP2Social Auto Publish Powered By : XYZScripts.com
WP Radio
WP Radio
OFFLINE LIVE