La era de Francisco Franco había terminado cerca de cinco años antes. Pero, aquel 12 de julio de 1980 cuando llegué a Madrid se podía percibir aún ciertos aires del franquismo. El taxista que me recoge para llevarme al hotel me atenaza con preguntas de todo tipo y, al final, me suelta la inesperada: “¿Conoció usted a Franco?”. No aguardaría mi respuesta: “Esa etapa fue la mejor de España, no como ahora, esto no camina bien, no entiendo nada”. No podía entenderlo. Pronto sabría que se había desempeñado como chofer de uno de los ministros del Caudillo. Eso dijo. Ahora debía comenzar de cero, desde Barajas a Madrid y viceversa, según las órdenes de su nuevo empleador. Era simpático, sin embargo, y hasta una botella de vino me ofreció cuando llegamos a Los Galgos, el hotel en la calle Claudio Coello, y donde pronto habría de enterarme que apenas a dos cuadras ETA había echado a volar dos años antes de la muerte de Franco, el vehículo donde viajaba el almirante Carrero Blanco, uno de los grandes del franquismo, justo después de su salida de misa.

España conservaba vestigios del conservadurismo aldeano que había plantado una dictadura de treinta y seis años, con sus acólitos del Opus Dei y sus retrancas de fanfarria y bonete. Eso no lo supe entonces, sino mucho después. España era un descubrimiento fascinante. El Corte Inglés se visitaba con guía turística como una atracción tan sugerente y cálida como el Museo del Prado. Gobernaba entonces el primer presidente de la España posfranquista, Adolfo Suárez, que lo fue desde 1976 cuando lo designó Juan Carlos I, quien heredó a Franco, pero quien llamó a elecciones libres en 1977 contraviniendo todo lo que le habían hecho prometer no sólo el dictador sino, fundamentalmente, la cohorte que deseaba mantener viva la línea autárquica del movimiento nacional. La España de 1980 es una nación que está haciendo los pininos de la transición hacia la democracia. Celebraba por esos días el ascenso de Juan Antonio Samaranch a la presidencia del Comité Olímpico Internacional (COI), el rey Juan Carlos –que conduce el proceso de cambio institucional y político- inauguraba el Tribunal Constitucional, y yo veía en el noticiero de la TVE la selección de Ronald Reagan como candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos.

Mi largo recorrido me permitiría conocer todo Madrid, iniciando con la presencia en los palcos de la Plaza de las Ventas de un rejoneo hispano-portugués la misma tarde de mi llegada, hasta el Toledo de ciudad amurallada que visitaría otras veces para disfrutar sus calles, la confluencia de árabes, judíos y cristianos en sus monumentos medievales, y sobre todo el impresionante óleo de El Greco “El entierro del conde de Orgaz” y las pinturas negras de Goya, posteriormente trasladadas al Museo del Prado. Luego, esperaría París, Versalles, Viena, Gaadner, Baden, Roma, Florencia, Vaticano, Orvieto, la Toscana, la región del Lacio, lugares a los que regresaré más de una vez y otros a los que he deseado volver para vivirlos con nuevo rostro y nuevas perspectivas. En Viena, por ejemplo, el barrio de Grinzing que tanto amaron Schubert y Beethoven, y cuyas tabernas heuriger convierten cada casa del poblado en noche de fiesta sin par donde la buena comida, con los embutidos vieneses siempre al acecho, se comparte con el vino verde que se consume con extremo cuidado porque es sumamente delicioso, pero fermenta en el estómago y la borrachera puede ser desafiante hasta el peligro mayor. En Madrid, se ven y disfrutan muchas cosas, pero el Chicote de Agustín Lara seguía siendo entonces “un agasajo postinero” donde todavía se podía observar, allí o acá, algún excedente de la vieja intelectualidad. Años después se convirtió en asiento de veleidades y misterios. Perdió encanto.

Empero, lo que ahora llevo en mente y corazón es haber visto nacer la década de los ochenta en una España que se abría al mundo, una España que no era aún parte de Europa, y de una Europa que mostraba las trazas del mundo que tendría que venir después. Si los sesenta fue década prodigiosa, los ochenta fueron el punto de partida de la historia en la que hoy nos reconocemos. Es como si todo lo que hoy leemos en la prensa y en las redes, y las redes mismas, estuviesen naciendo entonces, con una Europa buscando desesperadamente su integración. Veamos ejemplos. En el deporte nacía el doping cuando el jamaicano Ben Johnnson gana los 100 metros libres en Seúl, y hecha la prueba tiene que ceder su presea al norteamericano Carl Lewis. Los ochenta son la era de Michael Jackson, de la perestroika de Gorbachov, del inicio del romance trunco de Lady Di y el príncipe Carlos, y comienza con Jomeini el terrorismo musulmán. La peste de la época es el SIDA y comienzan a hundirse las ideologías cuando cae el muro de Berlín. Es la de la guerra del golfo y la de las Malvinas; la gente comienza a huir hacia cualquier lado, y la migración adopta características infames y violentas con curdos, eritreos y ghaneses, y sobre todo con los primeros mexicanos que en bandadas escalan muros y se dejan caer sobre la patria de promisión en busca de la esperanza. La mafia siciliana está en apogeo y la camorra cobra víctimas y recolecta beneficios que el cine de Hollywood convertirá luego en hazañas pendencieras. Es la década de la intifada, de la proclamación del Estado Palestino por Arafat, del surgimiento de Greenpeace, de la caída del Chalenger y con este episodio la suspensión por años del proyecto que había iniciado en los sesenta con la llegada del hombre a la luna. En los ochenta nace el hoy de nuestros días: el ordenador, el cidí, los microchips, la energía solar, la manipulación genética; se descubre el agujero de ozono, pero también se abre el evangelio ecológico cuando se comienza a crear conciencia de la muerte de los bosques, el exterminio de animales, las inundaciones en contraste con amplias zonas de sequía. Es la década de Chernobil, del triunfo de Donald Trump con su Trump Tower donde la reina Isabel reserva espacio. El inicio del posmodernismo. Las carreras de Madonna, Prince y los Tres Tenores. El surgimiento del rap, la gomina, los relojes Schwarz, el surf, el free climbing, las bicicletas BMX, las luces de halógeno, el aerobic. Es la época en que triunfa en el cuadrilátero Mike Tyson y en que Diego Armando Maradona se convierte en héroe napolitano. Nacen E.T. y Alf. Y los culebrones televisivos. Y están en la palestra literaria Salman Rushdie, Umberto Eco y Camilo José Cela que gana el Nobel. Y Christo, ya un olvidado, está convirtiendo lagos, edificios y espacios múltiples en envolturas coloristas.

En la España que conocí entonces se abrían las puertas cuando los Reyes visitan la Unión Soviética y, al fin, aceptan a España en la Comunidad Europea en 1986. El Guernica regresa de su exilio. Se le otorga la autonomía a Cataluña y a Euskadi. Felipe González y el PSOE asumen el poder, iniciando una de las Españas de mayor progreso, estabilidad y modernización. La Pasionaria, Dolores Ibárruri, dice adiós, igual que el alcalde madrileño de la movida, el magnífico Enrique Tierno Galván. ETA arreciará sus cañoneos lúgubres. Y los Nuevos Salvajes irrumpirán en toda Europa occidental con su anarquismo pictórico. En 1981, un año después de mi primer viaje a Madrid y a Europa, el franquismo vivo que exhibió para mí el taxista que me llevó de Barajas a Los Galgos renació de pronto como un esperpento que más de dos décadas después contaría Javier Cercas en excepcional texto. El teniente coronel Antonio Tejero y 220 miembros de la Guardia Civil, respaldados desde Valencia por el general Milans del Bosch, irrumpieron en las Cortes con sus nostalgias de la dictadura. Juan Carlos I puso fin de forma rápida a aquel intento golpista que buscaba dar vuelta a la tuerca y regresar a los tiempos duros ya cubiertos de polvo. Era España aún medio provinciana y tradicionalista. Cuánto ha cambiado desde que surgió el destape. Y cuánto Europa, y el mundo, también. La de los ochenta fue una década de consolidación política, de modernización social y de enriquecimiento científico y cultural para esas tierras que conocí hace justo cuatro decenios.

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