El abogado y líder político, Marino Vinicio (Vincho) Castillo, por quien profeso admiración, respeto y agradecimiento, publicó un artículo aleccionador, titulado Tres vaticinios perdurables.

El primer vaticinio que refiere es del profesor José Dolores Jiménez quien, postrado en lecho de muerte, le dijo, en los alrededores de 1940: “Tú vas a llegar lejos; si algún día te toca dirigir la educación, no dejes que salga del área pública, gratuita, y el maestro para hacerlo que obedezca una mística. Vincho, esto es un verdadero apostolado… Esa escuela es lo ideal para asegurar la cohesión del pueblo”.

El segundo vaticinio surgió después del magnicidio del sátrapa en 1961. El doctor Arturo Damirón, director del Hospital Internacional, le comentó a Vincho: “Se va a respirar nuevos aires y el régimen resultaba insoportable, pero usted verá que se van a perder cosas muy buenas, por ejemplo, yo ayudé al doctor Contreras cuando operó el antrax del Generalísimo, y cuando estábamos lavándonos las manos al terminar llegó la lista de las cirugías del día siguiente, tres obreros y una lavandera. Eso significa que el cirujano que operaba al jefe del Estado también operaba a los más pobres del pueblo. Verá que eso se va a perder”.

El tercer vaticinio se refiere a Hipólito Herrera Billini, juez y maestro, de quien se rumoró que le echarían encima la ira pública por haber ocupado puestos relevantes en el gobierno de Trujillo. Expresa Vincho que Don Hipólito le expresó: “Tú sabes de la cantidad de hombres buenos y justos que hay en nuestra Justicia y tú verás cómo los llevarán a la picota del desprecio público y algún día los abogados de hoy echarán de menos a esos jueces muertos”.

Son vaticinios que se han cumplido en el período democrático más largo que ha vivido la nación. Son de los fallos tormentosos que han impedido que el crecimiento económico se haya transformado en desarrollo. Y tocan tres pilares fundamentales de la vida nacional: educación, salud y justicia.

En efecto, el maestro, respetado y venerado en nuestros pueblos de antes, llevaba sus alforjas llenas de satisfacciones por el apostolado que ejercía y la entrega total que asumía en medio de la sobriedad que envolvía su vida. Eso cambió. Ahora solo permanece la lucha descarnada por el salario y colaterales. ¡Bienvenida fuera si se mantuviera unida a la dedicación absoluta a la enseñanza, a la elevada calidad y consagración del docente!

De aquellos maestros de antes aún quedan, pero no tantos. La segregación entre escuela pública y privada profundiza las diferencias sociales. De ahí que no se sea de extrañar la irrupción en el mercado laboral de tantos profesionales que no son capaces siquiera de comprender lectura alguna, escribir con corrección, multiplicar, dividir, pensar por sí mismos.

Y ¡qué decir de la salud! Se ha ido conformando un sistema de salud diferenciado, funcional para quienes pueden pagarlo y de mediocridad aterradora para el común de los mortales; un arreglo en que el cirujano que opera al jefe de empresa o el especialista que lo trata no es el mismo que atiende al obrero o al campesino, o por lo menos no lo es en la misma medida, ni dedicación, ni los medios son similares. Es horrible contemplar a un familiar abatido por la enfermedad y ser testigo de su renuncia a la vida por la impotencia de carecer de medios. Cruel e inadmisible.

Y ¿qué de la justicia? Aquellos ilustres jueces y fiscales, atormentados por la intimidación impuesta por la tiranía, temerosos, acomodados a la ética del miedo, eran la crema de la clase profesional. Mentes brillantes, cultas, dedicadas a su oficio, entregadas al apostolado de impartir justicia sin plegarse a la invitación lasciva del dinero, aunque sí al sojuzgamiento político. Eran garantía de imparcialidad, paradójicamente inmersos en la mayor injusticia que representaba la era del terror, pero dueños de su verdad puesta al servicio de la elevación de la calidad de la judicatura.

Lo que ocurre con la educación, salud, justicia, marca el derrotero de una sociedad insostenible, inequitativa, que contiene el potencial de disrupción violenta.

¿Adónde vas país, si luces vapuleado por taras tremendas y carencias terribles? ¿Acaso tus cuitas encontrarán remedio en una nueva epopeya por la institucionalidad, integración social y rescate de los valores fundamentales?

En el horizonte pugna por reafirmarse una esperanza. Dejémosla aflorar. Como pueblo estamos compelidos a remover las taras, a fortalecer la dominicanidad y a transformar la sociedad, hacerla viable, equitativa, solidaria, sostenible, cohesionada, educada, saludable, justa, competitiva.

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