El país frutal en manos de Domingo Marte

El país dominicano era “sencillamente frutal, fluvial. Y material” como cantara el poeta Mir. En mi casa materna siempre hubo cerezas, parchas, limones, guanábanas y guayabas que nunca fueron del todo nuestras pues el vecindario y los compañeros de escuela llegaban con frecuencia a disfrutar de ellas en aquel ancho lugar de la casa donde siempre reinó, frondoso en hojas y en corpulencia, un limoncillo macho que nunca alumbró nada. Recuerdo cuando se introdujo la chinola –probablemente en los sesenta- y la parcha, que no he vuelto a ver en mi adultez, fue desapareciendo para atender el cultivo de esta nueva planta frutal que ha sido delicia celebrante hasta nuestros días. En mi casa se juntaban amigos y vecinos para disfrutar el jugo de chinola, los dulces de guayaba que preparaba mi madre, tomar a voluntad las dulces cerezas o atiborrarse de una deliciosa champola.

En otros patios se encontraba el tamarindo, que lo mismo se abordaba en directo, cuando sus semillas de pulpa agridulce lo permitían, o bien se transformaba en exquisito zumo que, como el de la guanábana, se decía que incitaba a la placidez y al sueño. El caimito, fruta dulce y pulpa abundosa como pocas pero que tenía el inconveniente que “manchaba”, como decíamos entonces, y para desmancharnos la boca teníamos que utilizar las hojas del árbol. Las almendras y las anacahuitas eran silvestres, casi desechables, al igual que el cajuilito sulimán. La carambola, escasa, pero recuerdo unos dulces sabrosos que preparaba con la fruta Mamá Rita, la gran abuela del barrio, en cuyo patio había una mata de dátil que pocos habrían de tener entonces, una de manzana de oro digna de invocar a los dioses, y entre otros, la de pepinillos, que la modernidad globalizadora transformó en pickles, y que preparado como encurtido era habitual en las mesas de algunas casas. Y los cocoteros de agua y babita incomparables. Y en otros patios, zaguanes y solares yermos: el caimoní, el cundeamor, el granadillo (del que se producía un jugo inmemorial), la grosella (que siempre detesté por su agrura), el limoncillo (que todavía salgo a buscar en sus tiempos de cosecha), el jobo, la lechosa (del que Fofito –precursor de los buenos batidos en mi pueblo natal- preparaba el que creo que es el jugo, al mezclarse con leche, más delicioso del mundo, por su textura, su color, su sabor sin igual, aún cuando hoy los naturistas no recomienden la mezcladera y haya que optar por el batido de la fruta en solitario). Y, por supuesto, el zapote, muy celebrado pero al que, hasta hoy, no he podido hincarle el diente, al igual que el mamón y el anón, entonces poco cosechados y consumidos, tan sosos, y hoy prácticamente extinguidos.

En algunos patios abundaba el níspero, el melocotón, la uva de playa. Y entre todas destaco la granada, hoy tenida como cuidadora de la próstata, así como la guanábana que algunos científicos naturistas recomiendan para evitar el cáncer. Viajando por Israel observé que el jugo de granada se expendía en cualquier esquina. Y la imperecedera jagua, que consumo desde hace muchos años después del desayuno, dejándola en agua al natural y tomándose esa agua con un ligero toque de azúcar parda o de Estevia, un endulzante natural sustituto del azúcar. Tomada de esa forma, la jagua es rica en hierro, riboflavina, es antibacteriana, diurética, combate la enteritis y alivia las necedades del estómago, entre otras propiedades.

En el patio de la casa materna de mi esposa había varios árboles frutales, pero entre ellos estaba uno que se conocía como caguacito, dulcísimo, y que ahora Domingo Marte me enseña que su nombre real es Caguazo. Pero, hay tres frutas que para mí son inmortales y reinas del parnaso frutal de todas las épocas: la naranja, la piña y la mandarina (de esta última se preparaba un jugo en la extinta pizzería del Vesubio donde iba cada semana por una pizza y un buen vaso de esta joya, ya también desaparecida, aunque no el fruto que se puede obtener con la probable desdicha de que algunas veces salen muy agrias, y las agrias ya se pagan).

En mi patio, fiel a una tradición en la que crecimos todos los de mi generación y de generaciones anteriores, conservo una mata de mangos banilejos, otra de mangos mamellitos –que así lo denominábamos en el Cibao- de aguacate, de limón, de buen pan, y la de naranja agria tan eficaz para aderezar el condumio sano. Hay una de cereza de una vecina que deja caer sus frutos a nuestro patio, aunque lamento que la de guayaba hubiese que sacrificarla porque era de una variedad de pulpa nada encomiable y de sabor extraño que ni para un buen dulce servía. En mi pueblo existe un parque que antes abundaba en plantas de Gina o Jina donde el cuidador de aquel espacio debía luchar a diario contra los embates de los jóvenes que llegaban a diario a desmantelar sus frutos. Creo que fue siempre imposible detenerlos, de modo que las ginas finalmente fueron eliminadas.

Mis nietos gustan poco de las frutas. Los tiempos han cambiado y los frutales de patio han muerto, fundamentalmente porque los patios en las ciudades casi han desaparecido, y las mudanzas a los apartamentos y condominios no dejan espacio para las frutas, tan imprescindibles. Ahora, además, hay frutas nuevas que han llegado con nuevos colores, sabores y procedencias, de las que antes no habíamos escuchado hablar. Una que otra se deja consumir, a ratos, pero nunca como esas frutas de antaño que eran motivo de convites caseros, de gustos satisfechos casi al instante (bastaba llegar a la mata del patio propio o ajeno) y de maroteos inolvidables que forman parte de la historia más vívida de nuestros dulces recuerdos. Hoy sabemos que muchas de esas frutas tienen ancestros taínos, como lo mostraba hace casi un cuarto de siglo Bernardo Vega, pero también de los españoles conquistadores, de México (el infaltable aguacate, que como el cazabe se consume todo el año en mi casa, el primero delicia azteca, el segundo una viva herencia de nuestros indígenas), de la América Central, de China, y ahora recién descubrimos, gracias a Domingo Marte, que también han llegado en años pasados y recientes de Colombia, de Malasia, de Asia (como otro imprescindible, el guineo), o como el indomable mango que, según nos cuenta el autor, llegó a nuestro territorio a través de los portugueses que, a su vez, lo sembraron en Brasil en el siglo XVIII, aunque como dato relevante se anote que muchas de las variedades que hoy exportamos llegaron a nosotros desde la Florida y Puerto Rico a partir de 1966. En República Dominicana –tanto hemos avanzado- existen hoy los clúster de aguacate, guineos, buen pan, cereza, chinola, fresa, macadamia, pitajaya, zapote, entre otros más.

Domingo Marte es de esos hombres excepcionales que tiene el país dominicano. A punto de cumplir 82 años ha escrito, cámara al hombro con el obturador listo para cualquier momento a consagrar, dos libros que combinan la investigación, el contenido textual, la belleza de las imágenes que acompañan la información que proporciona la escritura y el dato preciso, comprobado directamente. Para lograr ambos propósitos, ha viajado por todo el país y nos ha permitido descubrir rincones marinos que no conocíamos, frutas y coleccionistas de frutales que ignorábamos (donde reconocemos, ente otros, a Roberto Cassá, el doctor Cruz Jiminián, Huchi Lora, Pablo Mustonen y en gran escala el ex presidente Hipólito Mejía que ha hecho de esa labor un sacerdocio). Don Domingo ha construido un legado bibliográfico que puede calificarse de maravilloso, un término muy usado habitualmente pero que, en este caso, muestra cabalmente las virtudes de nuestra tierra, en sus costas y en sus frutales. Poseer y disfrutar sus libros –que por demás, se presentan en ediciones de lujo- casi es un deber de bibliógrafo, de lector que se respete, de dominicano que ame su suelo y sus maravillas, que no es propaganda turística sino realidad monda y lironda que acontece, que vibra y se eleva con todo su esplendor para situarnos justamente en el centro del paraíso.

[“El mango es todo dulzura/ y no hay nada que veo/ que se iguale a ese guineo/ que nos regaló natura…/Y habrá algo por ventura/ que se pueda comparar/ con esa fruta sin par/ que guanábana se llama/ por eso es que el mundo exclama/ que región más singular…/Hay muchísimos cajuiles/ guayabas hay por montones…allí abunda la granada/el Cibao es lo mejor…] Juan Lockward.

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