Rafael Herrera y Germán Ornes, en el periodismo; Emilio Rodríguez Demorizi, en la disciplina histórica; José Antonio Caro Álvarez, en la arquitectura, educación y la cultura; Máximo Pellerano, en el negocio de los seguros privados; Hugh Brache, en la industria; Tomás Pastoriza Espaillat, más conocido como Jimmy Pastoriza, en el servicio comunitario; Enrique Armenteros, en la defensa medioambiental; Rosa Emilia Sánchez de Taváres, en la filantropía; Heriberto Pieter y Huberto Bogaert, en la medicina social, para citar unos pocos y admito que las exclusiones son muchas, forman parte de ese repertorio de dominicanos que en público y en privado han contribuido a la modernización del país y a rebajar la rugosidad del tejido social dominicano.

A todos los conocí en el trajín periodístico; de todos conservo buenos recuerdos y a algunos puedo considerarlos como verdaderos amigos e incluso mentores. Fueron, a mi entender, e insisto en que hay muchos más, gigantes que desde sus respectivos campos de acción abrieron nuevas perspectivas a las generaciones a las que ahora pertenece el futuro de este trozo de geografía insular. Indeclinable sumar al listado de dominicanos ilustres a una figura que acaba de extinguirse físicamente, pero cuyo legado perdurará porque está en muy buenas manos: Alejandro Enrique Grullón Espaillat. Todo un personaje a quien nada humano le fue ajeno, de carisma contagioso, ameno, caballeroso, de inteligencia aguda y, sobre todo, un dominicano a carta cabal, cibaeño y aguilucho por añadidura. Quien tuvo el tino, además, de encauzar por el mismo camino a sus hijos, con Manuel Alejandro a la vanguardia.

Coincidencias afectivas nos acercaron en un principio, pero mi admiración hacia él se debe más a razones que escapan a las actividades profesionales que lo convirtieron en una de las figuras públicas de mayor relieve en la historia dominicana inmediatamente posterior a la decapitación de la dictadura. En el círculo empresarial en que desempeñaba mis labores periodísticas se le conocía como Papá Alejandro, tanto por su papel precursor en la banca privada como por respeto a su capacidad y resiliencia. Como emprendedor, era incomparable. Como competidor, de temer. Cuando los demás banqueros llegaban, Papá Alejandro venía de regreso. Fue pionero de la expansión de la banca dominicana en el exterior, del grupo como tenedor de acciones o paraguas que cobijaba la multiplicidad de inversiones, y llevó a la práctica un principio básico de la actividad empresarial y que de tan básico se olvida: la diversificación. Entendía la responsabilidad del periodismo en la democracia y medió para un acuerdo entre el Colegio de Periodistas y los propietarios de medios. Por eso apadrinó la incursión del Grupo Popular en la televisión y el periodismo impreso.

Homo economicus, ciertamente, pero también zoon politikon por los cuatro costados. Siempre que conversábamos, la política era tema obligado. Sus opiniones eran autorizadas, producto de una mente analítica, práctica, alimentada con informaciones confiables de primera mano que recogía de su amplia red de amigos, entre los que se destacaban intelectuales de fuste. ¿Quién dijo que lo de Alejandro Grullón era solo la banca? Lo suyo era el país y de ahí que sus preocupaciones sociales y políticas marcharan paralelas al cuidado que dispensaba a los negocios y a los miles de dominicanos que le confiaron sus ahorros e inversiones. Popular era más que un adjetivo. Respondía a una filosofía de vida que difería de la burbuja social en que se forjó la pléyade de emprendedores y visionarios cibaeños a los que pertenecía el banquero y filántropo. He ahí otra clave de su personalidad: la cercanía, la apertura, la disposición a escuchar al otro y sus necesidades. Un hombre popular.

En Alejandro Grullón vislumbré un patriota, en el sentido correcto. Sus ideas y motivaciones políticas colindaban con los propósitos de reforma económica y social que animaban a los fundadores de Moderno y a quienes desde la Fundación Economía y Desarrollo propugnábamos por la liberalización de la economía y un quehacer político alejado de la tradición clientelar, en aquella década turbulenta de los años ochenta. La banca y la actividad político-partidista nunca han congeniado, y eso lo sabía muy bien don Alejandro. En los conciliábulos políticos que con otros amigos manteníamos en el apartamento donde vivía en aquel entonces en la avenida Bolívar, nos convencimos de que era el hombre ideal para tomar las riendas nacionales. Así, el banquero y amigo, que siempre me incitaba con la oferta de un buen vino “ahora, que tengo una cava magnífica en La Romana” y me recordaba su preferencia por el restaurante Guinea Grill, en Londres, se convirtió en mi candidato favorito sin ser postulado o aceptado el encargo.

Con ese propósito, pedimos una cita a José Francisco Peña Gómez, quien nos recibió de inmediato. Con una ingenuidad de la que ahora desconfío, le planteamos que la única posibilidad de derrotar a Joaquín Balaguer en las elecciones de 1990 era con la candidatura de un independiente, alguien con bagaje social y aceptación popular, distante de la polaridad partidista que en ese entonces reinaba y quien fuese, además, un demócrata convencido. Alejandro Grullón era también su amigo, y en el PRD se le quería. Como buen político y dominicano de bien, el líder perredeísta escuchó nuestros argumentos y pareció convencido aunque nada dijo para delatar su preferencia.

No bien habíamos abandonado la reunión, se propalaba la noticia de que un grupo de jóvenes había visitado a Peña Gómez para comprarle la candidatura presidencial. En medios ligados a la competencia del Banco Popular se repetía la falacia, parte de una declaración dada por alguien proveniente de la izquierda y que había unido su suerte política al PRD. Posteriormente, los hechos confirmaron lo que pensábamos. Balaguer ganó las elecciones y se impuso nuevamente cuatro años más tarde, en 1994, período de gobierno acortado por la crisis política que sobrevino.

Era una oportunidad para enderezar el rumbo político, y como me recordó hace unos días uno de los participantes en la reunión, nos embargaba una genuina preocupación por el país. Y sí, nuestro candidato era un hombre de condiciones, poder de convencimiento, con ideas concretas de qué hacer para relanzar la economía y reactivar las energías nacionales. No advertíamos en él afán de poder por el poder mismo, sino una profunda fe en la nación y en el colectivo, la misma convicción que le llevó a adelantarse a los tiempos del compromiso social de las empresas al crear un banco cuyo capital se cimentaba en la suscripción popular.

A Alejandro Grullón se le recordará como el padre de la banca, como un emprendedor y visionario. Con justa razón. Me quedo con el hombre inspirado, de curiosidad insaciable, de conversación fluida, de un fino sentido del humor. Del dominicano que llevó con orgullo su nacionalidad y desconoció con plena conciencia las barreras sociales.

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