Instagram: entre sueños, deseos y sangre

ARosa solo le faltaba el brillo facial. Un look que no podía sacarle a sus 13,200 pesos cobrados cada mes en una banca de apuestas. Y aun así su cara era un relato primoroso. Ojos grandes, pero de mirada mortecina, como si le faltara fuerza y luz; no así sus labios: siempre apetentes y con grietas de sequedad que se aquilataban cuando los humectaba con su lengua de almíbar.

El entendimiento místico entre esa mirada mustia y una sonrisa apenas propuesta la delataban como un ángel endemoniado. Sus trenzas, esparcidas por unos pechos casi metálicos, las recogía en un nudo improvisado con su propia cabellera. Con 17 años, el cuerpo de Rosa la desmentía: ¡era una hembra!

De piel tostada pero mansa como la ligera vellosidad de sus brazos. Su cintura recordaba un estuario que se abultaba hasta derrocharse en unos glúteos fornidos y macizos. Cuando Rosa traía el jean blanco, que marcaba las líneas de sus pantis, en el barrio se respiraba un húmedo olor a libido mientras las ventas de tripletas, quinielas y palés se animaban.

Era fácil suponer que una muchacha como ella, enjaulada en esa caseta claustrofóbica, estaba purgando alguna culpa de vida. Sí, había quedado embarazada de un dominican york. Fue apenas lo que quedó de una aventura de primavera, tan breve como sus suspiros. Bastaron tres amanecidas de motel, una ilusoria promesa de boda y el regreso que nunca llegó. Samuelito hoy tiene tres años y todavía pregunta quién es su papi. Lo que sigue no necesita otra crónica: es la condena cotidiana, inmutable e inapelable en un país de madres adolescentes.

Ahora Rosa debe repartirse en pedazos, sin reparar en costos ni en riesgos; se trata de sobreponerse a la rudeza de una vida de severas negaciones, por eso invierte en lo que tiene: su cuerpo; para exponerlo en la mejor estantería: Instagram.

La muchacha de barrio recogida en algunas costumbres decide apertrecharse para levantar un imperio de apariencias embusteras. Entonces hablan las fotos: los bikinis prestados, las marcas falseadas, los ambientes montados, las cavas baratas servidas como champán, las fachas de las marinas repletas de yates y un relato desdoblado de vida en la que todo pierde sentido de verdad. A ella solo le obsesionaba el número de seguidores y el inventario diario de likes, suficientes para sentirse confirmada en sus quimeras. Apenas percibía el peso de sus sueños en un mundo de mágicas levedades.

La muchacha, ya enajenada, se cree su propia farsa y empieza a retozar con la seducción de la celebridad. ¿Y quién puede refutarla? si la mensajería de su cuenta ya no puede con más invitaciones.

Las poses se hacen explícitas y los gestos… ni decir. Los comentarios de sus publicaciones se cuentan por cientos y cada vez más frenéticos, como los ladridos de una jauría en calor cuando sale a husmear olores errantes. El trabajo de Rosa es decantar los perfiles de sus fans por los estilos de vida. Entonces responde selectivamente a sus invitaciones; obvio, a la altura de su nueva “clase”.

Rosa ya no es la que despachaba boletos de jugadas en una banca de apuesta: ella apostó por otra vida, corrida sobre un carrusel de sensaciones excitantes. Su cuerpo no es solo imagen; es recipiente vivo de momentos y desahogos. Colecciona citas, recuerdos y montos. No distingue edades, tallas ni apariencias. En esas andanzas conoce los distintos nombres, portes, envases y alardes del mismo macho. Ella sabe lo que buscan los hombres y dónde termina el guion de la velada: en una descarga húmeda más efímera que el cansancio que produce y que ella no pocas veces finge.

Rosa apenas sospecha que su nueva vida nunca dejó de ser una lotería. Algunos encuentros fueron jugadas premiadas; otros no. Y entre tantas correrías era esperable tropezar con algún macho obseso y posesivo. Ese animal resentido, apocado y de pobres construcciones de vida que precisa de una mujer anulada para sentirse con valor y dominio. Y lo encontró: Rafael honraba el machismo petulante y adinerado. El clásico tipejo acostumbrado a ponerle precio a todo, porque, fuera de sus “cuartos”, no hay nada humano que buscar. Un fugitivo de un matrimonio aburrido y mantenido para no repartir el patrimonio o para guardar las fachas sociales.

Sucede que, después de una relación de abusos de poco menos de dos años, Rosa pudo zafarse de Rafael, quien disponía de ella como tomarse un trago escocés. Ella decidió arrimarse por más de un año en una vida omisa, medrosa y cargada de sobresaltos.

Cuando pensó que las corrientes volvían a su quietud, Rosa decidió retomar las pasarelas abandonadas. Volvió a las glorias pasadas. ¡Instagram resurgió! Corrió la voz por las redes y la fanaticada se activó. Rosa relanza su nuevo perfil con pelo recortado y rojo cobrizo. Una diminuta argolla pendiente de su nariz es parte de la nueva imagen que incluye una línea de gestos, jugueteos y bailes tentadores. La muchacha era una mujer madura y apetitosa, rebosada de vida, brillo y ganas. La euforia de los fanes arranca comentarios delirantes.

Pero Rosa se equivocó. El machismo no caduca ni se da por pagado. En las sombras del despecho, Rafael respiraba odio y deseo. No tenerla lo trastornaba. Ahora, tocada por el diablo, la mujer lucía más atrayente y él no la tenía. Cada amante tomada por Rafael era una búsqueda instintiva de la Rosa que se le escapó. No pasaba una hora sin revisar sus publicaciones y leer los comentarios lascivos de quienes lubricaban fantasías con un trasero en el que tantas veces rindió sus agónicos jadeos. Eso lo martillaba.

La noche de un domingo siniestro, en la foto del perfil de Rosa, en vez de su rostro luminoso, apareció una cinta negra. Ninguna publicación en su historia generó tantas reacciones: 5403 comentarios de dolor. La muerte mostró la verdad de la vida que nunca se contó. Entre todas las imágenes de Rosa una fue escoltada por esta leyenda: “Soy la Rosa de los sueños de muchos y la espina del corazón de otros: al final lo que vale es vivir… hazlo con ganas”.

Y lo encontró: Rafael honraba el machismo petulante y adinerado. El clásico tipejo acostumbrado a ponerle precio a todo, porque, fuera de sus “cuartos”, no hay nada humano que buscar.

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