Nunca he soñado con un millón de amigos. Prefiero que al contarlos sobren dedos. Los que tengo han sido a costa de obligadas depuraciones. Opto por una cercanía menuda, pero auténtica. Y no aludo a gente buena sino comprensible, que no es lo mismo que aceptar siempre mis razones. Tolerarme es la mejor prueba de su lealtad; significa sobrellevarme sin comprometer los afectos. Soportarme es para gente excepcionalmente paciente; arrastro con muchos defectos.

Hoy el respeto a la diferencia se reclama como un derecho innegociable, aunque no está claro que se asuma como deber, por la tendencia casi instintiva del ego a confundir la verdad con su razón o, mejor dicho, con sus intereses. Y, obvio, en un mundo diverso, dominado por la “absolutización de lo relativo”, abundan tantas versiones de la verdad que cada quien elige acomodarse a las propias. Además, las ideas se abonan con más frecuencia a las conveniencias. Recuerdo al poeta inglés Alexander Pope: “Nuestros prejuicios son igualitos a nuestros relojes: nunca están de acuerdo, pero cada uno cree en el suyo”.

Tolerar no es un ejercicio de inteligencia, sino de sabiduría. Antes de que los prejuicios se adelanten, aclaro: valoro la tolerancia como un don del carácter sabio más que una condición del intelecto, por eso asumo la sabiduría como el conocimiento aplicado que se decanta en las enseñanzas de la vida; aquel que más que el logro de resultados eficientes busca la correcta elección de propósitos existenciales. Y es que los intelectuales no son los mejores ambientes para hallar una buena práctica de tolerancia. El conocimiento es tan falible como soberbio.

El poeta y dramaturgo alemán Goethe decía que “no basta saber, se debe también aplicar. No es suficiente querer, se debe también hacer”, marcando así la frontera entre el docto y el sabio. “Saber que se sabe lo que se sabe y que no se sabe lo que no se sabe; he aquí el verdadero saber”, apuntaba Confucio sobre el sabio, mientras Salomón, el rey de Israel, afirmaba “que el principio de la sabiduría es el temor a Dios”. Pero, vamos, hablemos de tolerancia…

La tolerancia es una virtud escasa. La escritora estadounidense Hellen Keller sostenía que “es el mayor resultado de la educación”. Y es cierto, porque es un valor moral “formado” o “construido” en el respeto íntegro por las ideas, creencias y conductas de los demás; en aceptar, como actitud de vida, la diferencia o el disenso.

Una sociedad diversa, pero pobremente educada, es potencialmente intolerante y esa condición acumula incomprensiones y autoritarismos que no pocas veces detonan en forma de violencia verbal, física y emocional. La pobreza, la mala educación, la inseguridad y la insatisfacción de vida, por su parte, catalizan la intolerancia, así como las desigualdades alientan los prejuicios. Intolerancia, tensiones y prejuicios son elementos de una buena combustión social.

Hace algunos días inquirí a dos de mis pocos amigos —uno de nacionalidad suiza y, el otro, argentina— sobre las razones para establecerse en el país por más de veinte años. Ambos coincidieron en sentirse provocados por el carácter empático, expresivo y alegre del dominicano y la libertad de vivir en un medio liberado de un orden frío, predecible y riguroso de convivencia. No obstante, precisaron, en distintos tonos, que ese cuadro cambió en los últimos años cuando el dominicano, por los apremios, dejó tendida la sonrisa en su cruda sobrevivencia y se hizo una persona impaciente, violenta e intolerante. No dejaron de extrañar aquella vida quieta, mansa y tarda de sus primeros años que se perdió en el caos, la inseguridad y los temores de hoy. El país es para ellos un gran desorden y ese estado se replica inconscientemente en su crispada emotividad.

Cuando hablo de intolerancia no me refiero solo a la inadaptación a las condiciones de vida, sino al irrespeto de las ideas, creencias u opiniones contrarias. Ambas acepciones, trenzadas por la irracionalidad, son matices de la misma necedad. Por ejemplo: entrar hoy a las redes sociales es hallar una galería de primorosas negaciones. Son un pandemonio de ácidas subjetividades donde se refuta por ocio, se debate por pasión, se ataca por placer, se denigra por encargo, se invalida por fanatismo, se satiriza por resentimiento y se opina sin conocimiento. A veces presiento que entro a un salón de terapia global donde la gente confiesa sus grandezas y vacía sus residuos. El efecto es un amasijo de emotividades en el que conviven, promiscuamente, lo virtuoso con lo ruin. Hay que ser un buen “catador virtual” para seleccionar adecuadamente lo que vale —o no— la pena leer o ver.

Nunca he cuestionado el valor de las redes sociales en la transformación de la democracia de la opinión. Han sido un soporte trascendente en la expresión del pensamiento como derecho fundamental de primera generación. Ellas quebraron el control vertical de la información que por siglos monopolizaron centros inmutables de poder, pero era natural que por un cauce tan abierto corriera con igual libertad agua limpia y agua sucia. A veces he deseado no coincidir con el filósofo Karl Popper cuando dijo “debemos reclamar, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”, pero tengo que ser tolerante porque, si no, pierdo el derecho a reclamar respeto.

Prefiero no tocar temas secuestrados por los fanatismos y ausentarme de las discusiones brutalmente polarizadas en espacios tan degradados como las redes sociales. Me recojo en la autocensura y lo hago para evitarme el desgastante ocio de discutir con el aire o salir difamado en lo personal sin motivo. Son foros sordos donde los “litigantes” solo escuchan sus verdades. Lo peor: si alguien asume una posición ecléctica, los dos bandos le disparan a la cabeza porque ambos prefieren tenerle del lado contrario que en el vacilante intermedio. El problema no es que las posiciones, aunque equivocadas, respondan a legítimas convicciones, sino cuando obedecen a intereses prestados, porque es un hecho cada vez más inequívoco que el “mercenarismo de opinión” ha levantado grandes fortines en todos los medios.

Hay opinantes profesionales seguidos por manadas adocenadas que se autocertifican como pensadores por una producción compendiada en los 280 caracteres de un tuit. Bajo su sombra, una horda de hunos, cobijados en sus egos, replican como campaneros sus sabias verdades. Vienen armados de denuestos, injurias y agravios que disparan sin piedad por el solo hecho de la víctima no hablar su dialecto tribal.

Necesitamos relajarnos y botar el estrés, airear la mente con otros vientos, porque sumar esta carga a las imposiciones de la vida sí que es intolerable. Hay que aprender a dejar pasar… y convivir.

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