Una nueva era de los derechos civiles

El asalto al Capitolio no logró cambiar nada, porque Joe Biden se ha convertido en el 46º presidente de Estados Unidos, pero nada será igual después del 6 de enero porque demostró hasta qué punto han sido dañinos los cuatro años de Donald Trump en la Casa Blanca. Biden se encuentra con un país en un momento muy peligroso, tal vez el más crispado desde el movimiento de los derechos civiles, a mediados de los años sesenta. Y no se trata solo de los 400.000 muertos por covid-19, con una pandemia desatada y ninguneada por la Administración saliente. Como entonces, EE UU vive un profundo cambio social, simbolizado por la vicepresidenta Kamala Harris, la primera mujer y la primera persona no blanca en ocupar este cargo, pero a la vez se encuentra, como en aquella época, con una dura resistencia, que encarna el propio Trump y la turba de supremacistas que asaltó el Congreso.

Ni la patética salida de la Casa Blanca del magnate, que se enfrenta a un nuevo impeachment y a todo tipo de problemas legales, ni el aspecto demencial de alguno de los personajes que protagonizaron el intento de golpe de Estado pueden ocultar que la negativa a aceptar el resultado electoral y las milicias, con más o menos complicidades en las Fuerzas Armadas y de seguridad, representan un problema real para la democracia estadounidense.

Durante su discurso, Biden hizo muchas referencias a ese momento decisivo y peligroso. “La respuesta no es que nos dividamos en dos lados que compiten. Tenemos que acabar esta guerra no civil”, exclamó. “No me digan que las cosas no pueden cambiar”, señaló en unas palabras que se convirtieron en un alegato contra la división y las mentiras. El enorme despliegue militar, propio de un país en conflicto, no hizo más que subrayar hasta qué punto la situación es volátil en EE UU. Su mayor guiño al electorado de Trump no estuvo en sus palabras, sino en la elección de uno de los artistas: Garth Brooks, un cantante country de Oklahoma, guiño a la América rural y republicana.

La actuación de Brooks, que cantó Amazing grace, había provocado las protestas de algunos grupos conservadores. Trump ha transformado cualquier asunto en materia de división: la música country, las mascarillas –en el larguísimo artículo de enero de Lawrence Wright, que ocupó un número entero de la revista The New Yorker, un epidemiólogo explicaba que “no se puede hacer nada más estúpido” en mitad de una pandemia–. Pero, por encima de todo, encarna el supremacismo blanco. Y, desgraciadamente, es un sentimiento que no se va a perder en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Muchas de las consignas que se escucharon durante el asalto al Capitolio eran racistas, al igual que numerosas declaraciones del expresidente, así como un hecho indiscutible: el doble rasero policial entre los chalados del Capitolio y los manifestantes antirracistas de Black Lives Matter. Biden y Harris, un Senado y un Congreso más diversos que nunca, la propia ceremonia de toma de posesión, reflejan el profundo cambio que vive Estados Unidos. Simbolizan el optimismo de una nueva era, pero Trump y el tipo de los cuernos y la congresista de QAnon reflejan la peligrosa resistencia de una visión del mundo que estará demasiado presente durante los cuatro años de esperanza, pero también de temor, que empiezan ahora.

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