No hay que ser parte de su cercanía para saber que Luis Abinader es un ejecutivo intenso. Entre jocosidades e inquietudes, las anécdotas de sus colaboradores ruedan como canicas por los pasillos. Algunos, todavía, no salen del embeleso. Y es que el presidente casi no duerme. Eso preocupa.

Convocar reuniones a las diez u once de la noche ya es rutina en el Palacio. Cuando muchos dominicanos se abandonan al sueño, el presidente regresa a casa después de la medianoche, despachando mensajes electrónicos o preparando la agenda del próximo día. Los fines de semana, viaja a las provincias, donde suele presidir pequeños consejos de Gobierno o contactos comunitarios. “Este bendito hombre es metálico”, dice entre dientes un funcionario después de una reunión extenuante. Muchos se preguntan si ese patrón será perdurable y, de ser así, hasta cuándo no complicará su salud. Otros le critican su viciosa afición por abrir y hojear agendas. Y es que hay pocas quejas, ideas o murmullos que el presidente deje pasar. Es un mudo sabueso. Los mastica como rumiante hasta sacar un proyecto o una decisión. Luis Abinader no solo dirige, también gobierna.

Tampoco, hay que ser sicólogo para notar el miedo del presidente a perder el control, y no porque tenga el celo de concentrarlo todo, sino por la aprensión de que cualquier funcionario le estropee su empeño en hacer la gestión que ha prometido. Y no hablo de una administración ideal, porque sabemos lo difícil que resulta superar viejas prácticas corruptas o desmontar estructuras ya viciadas. Eso será un trabajo de concentración, sistematicidad y tiempo; por ahora, nos toca conformarnos con evitar la impunidad. Además, es incauto pensar que todo el que llega al Gobierno lo hace por altruismo: si bien busca realización, también poder o negocio. Nos conocemos…

Podré equivocarme, como otras veces, pero veo a un presidente infundido en hacer respetar ese adeudo. Y no solo por convicción personal, sino por su invaluable costo político. Es que un fracaso en ese propósito socavaría el principal endoso que lo llevó al Palacio, y lo mantiene con alta aprobación. De manera que, si un funcionario o ministro presume que un jugoso aporte de campaña, una antigua lealtad, un apellido o un trabajo político son suficientes para redimirlo de un desatino ético, puede tener lista la carta de renuncia antes de que le sorprenda el decreto de destitución. Peor: la sociedad no solo se conformará con su separación; también reclamará el sometimiento. Antes, la única sanción era la separación del cargo como hecho extremo y su inmediato nombramiento como asesor del Poder Ejecutivo en cualquier cosa. Danilo Medina no era un hombre de esas determinaciones; era una bestia política. Reeditar tal práctica sería admitir un prematuro fracaso que debilitaría los resortes de un gobierno que todavía busca identidad. No creo que Luis Abinader esté en esas.

Siempre me he guardado una sospecha personal, y asumo el riesgo de acatar las interpretaciones que cause su revelación, pero creo que el presidente Abinader, muy en el fondo, desearía que alguien meta bien las patas para validar con ejemplos su compromiso. ¿Candidez? Quizás. Esa intuición es anterior a la reciente destitución del exministro de Salud Pública, cuyo caso, a propósito, amerita un franco esclarecimiento por la honra de su nombre, las graves imputaciones que hizo y el derecho de información de la sociedad.

Lo que no tiene nada de ingenuo es inferir que el presidente sabe muy bien de quién cuidarse, y que sus potenciales enemigos no están precisamente afuera. Frente a ellos, estará obligado a obrar con sospecha y reciedumbre, porque si algunos advierten el mínimo relajamiento o la más trivial concesión del despacho presidencial, tomarán confianza para hacer todo, incluso lo que no deben. Ahí, hay gente de todo tipo, talla y calibre. De hecho, ya se sabe de algunas dependencias del Estado que han reiniciado tímidamente moliendas del pasado; ellos no saben que los sensores están activados: solo se espera y vigila su desarrollo para empezar a podar temprano.

Muchos apuestan al fracaso de una gestión sana, y no me refiero necesariamente a los adversarios políticos; aludo a intereses de todo tipo, incluyendo los de adentro. Claro, nunca será lo que deseamos, pero negar la sinceridad del compromiso presidencial con sanear la Administración es no conocerlo e ignorar el rumbo irreversible que ha tomado la nación. Sí, claro, en lo que va de su gobierno ha habido de todo: improvisaciones, desaciertos, inconsistencias, incompetencias de algunos funcionarios, baratas bufonerías tuiteras, pero, personalmente transaría todo eso por la expectativa de ver, aun con sus defectos, el imperio de un real estado de consecuencias. Si quieren etiquetarme como lo que quieran, háganlo. Me siento más útil como ciudadano, apoyando este esfuerzo que criticándolo ociosamente, y creeré en esa intención mientras no admita atenuaciones.

El llamado, primero, a los funcionarios a ser consecuentes con un presidente que ha puesto más de lo que puede (hasta su sueño) para alcanzar resultados institucionales medibles en un trance tan adverso como el que vivimos. Si usted, como empresario, profesional o negociante, abandonó ingresos que centuplicaban el salario que actualmente percibe en el Gobierno, con la idea de hacer negocios o derivar oportunidades del cargo, regrese a su empresa, despacho o actividad, porque no le irá bien. Repito: los tiempos cambiaron; la vigilancia social es otra y parece que la ruta socialmente tomada no tiene reversas. En segundo lugar, a los críticos deportivos o lúdicos les invito a considerar la seriedad del momento y, más que jugar con nimiedades de forma, valorar las ejecutorias sustantivas o denunciar actos, prácticas, tratos y negocios que puedan subvertir el compromiso del presidente con la gestión que necesita la nación. Esa es la mejor oposición, y así ganaremos todos. Mientras, el presidente Abinader no se dormirá en los laureles. Denlo por seguro. Que despierten los que sueñan.

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