La tormentosa relación de los Windsor con las entrevistas televisivas

Cada nuevo psicodrama familiar en la Casa de los Windsor obliga a volver al veredicto del escritor Evelyn Waugh sobre la abdicación de Eduardo VIII y su renuncia al trono por amor a la divorciada estadounidense Wallis Simpson. “No creo que haya habido nunca un evento que haya hecho disfrutar tanto al público y que haya provocado tan poco daño”, dijo el autor de Retorno a Brideshead. Aunque igual que el título original en inglés de su famosa novela, Brideshead Revisited, la historia puede repetirse, pero la conclusión merece ser revisitada. Es posible que la descarnada -pero medida- entrevista de Meghan Markle y el príncipe Enrique con la presentadora estadounidense Oprah Winfrey haya provocado más daño a la reputación de la monarquía británica que aquella tormentosa sustitución en el trono de 1936.

Casi todos los ensayos ante las cámaras de la familia real británica han terminado en desastre, aunque cada uno de ellos ha derribado un mito concreto, ha señalado el desfase entre la institución y la sociedad o ha amplificado el impacto global del daño causado. No es de extrañar que, en su último comunicado, Isabel II recalcara que las acusaciones lanzadas por los duques de Sussex se abordarán “por la familia y de modo privado”. Los trapos sucios se lavan en casa. Ya la idea en 1969 del secretario privado de la reina, William Heseltine, de que la BBC grabara un extenso documental para mostrar el día a día de los Windsor -desde Isabel II despachando los asuntos diarios de Estado a Felipe de Edimburgo cocinando en la barbacoa para su prole- acabó rebotando en contra de Buckingham. Eran tiempos en los que la monarquía se mantenía distante, pero preservaba un aura mística que las imágenes cotidianas, tan forzadas como poco creíbles, no corroboraron. La monarca dio la orden de meter las bobinas de la grabación en un cajón del que nunca más salieron, salvo una esporádica aparición en YouTube, alimentada por la reciente popularidad de la serie The Crown (Netflix).

La primera señal de que no había marcha atrás, de que la monarquía británica ya no iba a ser únicamente fuente de auctoritas sino de carnaza sentimental, la ofreció en 1994 Carlos de Inglaterra. Los rumores de las infidelidades mutuas entre el heredero de la corona y su esposa, Diana Spencer, eran ya moneda corriente en los tabloides. El príncipe de Gales escogió a su biógrafo oficial, Jonathan Dimbleby, para ofrecer al mundo su compungida versión de un desastre amoroso. Merece la pena transcribir la literalidad de un diálogo tan artificial como ensayado.

-”¿Intentó usted ser fiel y honorable a la esposa ante la que tomó sus votos de matrimonio?”, pregunta el periodista.

-”Sí. Absolutamente”, responde Carlos de Inglaterra.

-”¿Y lo fue?”

-”Sí. Hasta que todo se rompió de un modo irreversible, a pesar de los intentos de ambos”.

La conversación, diseñada para controlar los daños que se avecinaban y ofrecer una versión edulcorada de los hechos, solo sirvió para confirmar a los británicos que su futuro rey era un adúltero. Y quedó sepultada por el aluvión que estaba entonces a punto de caer. “Éramos tres en ese matrimonio, estaba un poco abarrotado”. A principios de 1995, la respuesta de Lady Di al periodista Martin Bashir en el programa Panorama, en la que aludía a la relación de su esposo con Camilla Parker Bowles, forma ya parte del manual de buena estrategia de comunicación. Simple, popular, irónica y autocompasiva. A pesar de que también ella admitía su romance con James Hewitt, había un claro culpable en esa historia. La carga de profundidad, sin embargo, no estaba solo en el cotilleo de las traiciones mutuas, sino en la revelación de sus episodios de bulimia, sus intentos de suicidio y su delicado estado mental por culpa de la crueldad de una familia incapaz de gestionar el drama.

Si la monarquía depende en gran medida de la percepción pública, la Casa de los Windsor vivió entonces uno de sus momentos con la reputación más cuestionada. Por un doble motivo: no solo aireaba ante la ciudadanía británica sus miserias internas. La curiosidad y el interés globales se habían multiplicado por diez, y junto a la fascinación que despertaba la institución se alimentaba también en gran parte del mundo la idea de que resultaba algo anacrónico e incomprensible en la era moderna. Sobre todo al otro lado del Atlántico, donde el público estadounidense es tan ávido de todo lo que sea royal como ignorante del delicado reparto de papeles y equilibrios que implica una monarquía parlamentaria.

Es la versión de jaula de oro que convierte en miserable al advenedizo que se atreve a entrar en ella la que resulta más atractiva. Ya se encargó de contarlo en 1996 Sarah Ferguson, también entonces a la periodista Oprah Winfrey. Para entonces, ya se había divorciado del príncipe Andrés. “No te casas con un cuento de hadas, sino con un hombre”, se lamentó Ferguson. “Como persona adulta que tenía una vida independiente, entré en una estructura muy distinta a lo que la gente se imagina. Resulta liberador tener en ocasiones el derecho y el privilegio de afirmar: ‘Estoy listo, ya puedo hablar”, dijo a Winfrey.

Ese ha sido el principal error de los miembros díscolos de la familia real británica: creer que su exposición voluntaria a los medios era un modo de liberarse, sin entender que enfrentarse a un periodista supone un riesgo que nunca está totalmente controlado. Cuando el príncipe Andrés decidió dar al mundo su versión de las peligrosas relaciones que mantuvo con el millonario pedófilo estadounidense Jeffrey Epstein, acabó trasquilado de manera inmisericorde. El duque de York intentó en 2019 convencer a Emily Maitlis, en el programa Newsnight, de que sus andanzas con el hombre que había puesto en marcha una red de esclavitud sexual habían tenido su lado bueno, por la cantidad de contactos provechosos que le había proporcionado. No mostró un ápice de arrepentimiento, más bien una insensibilidad trufada de soberbia hacia Virginia Roberts Giuffre, la mujer que le acusó de haber abusado de ella cuando tenía 17 años. Isabel II apartó fulminantemente a su hijo de las tareas de representación oficial de la Casa Real y le mantiene desde entonces convenientemente escondido de la esfera pública.

Es significativo que el primer miembro de la familia real británica que se dejara entrevistar en televisión fuera el príncipe consorte, Felipe de Edimburgo, en 1961. Lo hizo para hablar del programa de Formación Laboral Técnica en la Comunidad de Naciones, un programa que él mismo patrocinaba. Blanco y negro. Preguntas respetuosas. Sin salirse del guion. La demostración más evidente de que el público ansía espectáculo, pero el principal escudo protector de la monarquía es el aburrimiento.

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