Aguililla, vida y muerte en el pueblo asediado por el narco

Atardece en Aguililla y unos niños juegan con sus gallos en la calle, azuzándolos, emocionándose a cada picotazo, desafiantes bajo el sol caliente de la sierra michoacana. Van y vienen, cambian de animales, estiran sus crestas. Se ríen: tienen 12 años. Luego traen sus chirriones, unos látigos de cuerda y palo de los que sacan ruidos de petardos. Uno de ellos exclama, “¡mira, la metralleta!”, y golpea el látigo furibundo, tres, cuatro, cinco veces, chas, chas, chas. Y luego otro, así, de la nada, suelta: “¿Sí escucharon antes la balacera?”.

La violencia se cuela en las conversaciones de los vecinos de Aguililla, da igual la edad. Quizá los mayores rodean el tema con algo más de pudor, pero los niños hablan de muertos, de sangre, de vecinos que se van huyendo, igual que hablan de bicicletas o partidos de fútbol. No está muy claro si lo de hace rato fueron balazos u otro grupo de niños jugando al chirrión, o apenas un eco, un ruido cualquiera rebotando en las paredes de las casas y que aquí, en Aguililla, se convierte de repente en una amenaza.

Porque fuera lo que fuera el ruido, la amenaza existe y domina la vida del pueblo. Desde hace unos meses, las conversaciones aquí vuelven a girar en torno a las balaceras. “Tiempo atrás era la misma historia. Los que nos hemos quedado lidiamos con un problema que parece una escalada”, explica Gilberto Vergara, párroco local. “¿Por qué? A veces es cuestión de territorio, para expandirse”, añade. Puente entre la sierra y la costa, Aguililla, con 15.000 habitantes, es un cul de sac. A minutos del centro está la sierra, guarida perfecta para las mafias. Y al otro lado de la sierra aparece la costa y el gran puerto de Lázaro Cárdenas, un hub industrial de primer nivel. No hay carreteras entre el pueblo y el litoral, solo brechas.

Un grupo de la policía del Estado de Michoacán patrulla la carretera de la comunidad El Aguaje.Monica Gonzalez / El País

Las mafias pelean a muerte esas brechas y sus comunidades. Cada pocos días llega el rumor de otro rancho asediado, vecinos que dejan sus casas porque un grupo criminal las ocupa y convierte en trincheras. El pueblo vecino de Apatzingán ha recibido a cientos de moradores de Aguililla en los últimos meses, que llegan con lo puesto. La descomposición de los grupos de autodefensas en el Estado y la tibia respuesta del Gobierno al empuje de las mafias dejan a los vecinos indefensos.

A la violencia directa de los últimos tiempos se suma el problema de la carretera. Porque no hay rutina que conviva con el aislamiento que el crimen ha impuesto a Aguililla. A finales del año pasado, uno o varios de los actores armados en conflicto en la región cavaron zanjas en la vialidad que une el municipio con Apatzingán, pueblo grande de la zona, su cordón umbilical con el mundo. Los vecinos se vieron obligados a dar grandes rodeos por la sierra, paso controlado también por los grupos armados, que han instalado retenes en las brechas, convirtiendo la región sierra-costa de Michoacán en un absurdo.

El adjetivo no es gratuito: ni siquiera los vecinos tienen claro qué grupo es cuál y qué intereses defienden, por no hablar de las ideas. Solo saben que hay retenes, zanjas, que la vía principal no se puede usar prácticamente nunca. En los últimos días, la policía de Michoacán ha llevado maquinaria a la carretera para tapar las zanjas. Este viernes, Aguililla esperaba la llegada del nuncio apostólico, Franco Coppola, representante del Vaticano en México. Decenas de agentes cuidan los 79 kilómetros de carretera hasta Apatzingán. En Aguililla se preguntan cuánto tardarán en irse tras la partida del nuncio el mismo viernes.

Para muchos vecinos, el dilema no es irse o quedarse, sino cuando salir. El barbero Javier —nombre ficticio— cuenta que quiere irse lo antes posible. Ha postulado para conseguir una visa de trabajo en Estados Unidos. Otra opción es marchar a Morelia, la capital de Michoacán. Javier tiene un bebé de seis meses y desde noviembre no puede ir al pediatra: en Aguililla no hay, la carretera no ha sido una opción y arriesgarse por la sierra tampoco le atraía.

La carretera que une Apatzingán y Aguililla, permanecía bloqueada por los diferentes grupos delictivos. Al paso se observan las huellas de los enfrentamientos.
La carretera que une Apatzingán y Aguililla, permanecía bloqueada por los diferentes grupos delictivos. Al paso se observan las huellas de los enfrentamientos. Monica Gonzalez / El País

“Es que mire”, dice, mientras saca el móvil del bolsillo, abre su galería de vídeos y pone uno. “¿Los ve?”, pregunta. En las imágenes aparece la ermita de la Virgen del Rayo, grabada desde el patio de su casa, a unos 200 metros. Junto a la ermita, tres hombres con armas largas disparan. “No es bonito eso”, dice.

Tomates y huidas

Cuando hablan de los grupos criminales, los vecinos de Aguililla dicen “los de allá” y “los de aquí”. Los de allá son el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), grupo capitaneado por Nemesio Oseguera, alias El Mencho, uno de los presuntos narcotraficantes más buscados por los gobiernos de México y Estados Unidos, heredero mediático de El Chapo Guzmán y el cartel de Sinaloa. Los de aquí son los restos de grupos de autodefensas, apoyados por remedos de redes mafiosas de la región.

Surgidos durante los primeros años del Gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), los grupos de autodefensas de Michoacán vivieron un auge importante hasta 2015. Cansados de la extorsión de mafias como los Caballeros Templarios o la Familia Michoacana, molestos con la dejadez del Gobierno, vecinos de varios pueblos como Apatzingán, Tepalcatepec o Buenavista Tomatlán tomaron las armas y se constituyeron en corporaciones parapoliciales. También en Aguililla se organizaron. Ocurrió sin embargo que aquella idea naufragó. Las mafias se infiltraron en las autodefensas y luego los grupos se rompieron y atomizaron. La violencia sigue y la población cada vez goza de menos espacio para moverse.

Una capilla al ingreso de la comunidad de Aguililla.
Una capilla al ingreso de la comunidad de Aguililla. Monica Gonzalez / El País

Manuel, también nombre ficticio, un ingeniero de sistemas de 49 años, nació y creció aquí. Conoce los nombres de todos los que una vez formaron parte de las mafias marihuaneras del siglo XX, de los caciques que organizaron las autodefensas hace algo menos de 10 años. De los vínculos de estos caciques con los Caballeros Templarios, de la evolución de aquellas redes criminales, de la aparición del Cartel Jalisco Nueva Generación. “Pues es que al final son todos de aquí”, explica, mientras da nombres y más nombres, bandidos originarios de Aguililla y sus inmediaciones. “El mismo Mencho es de aquí”, señala, “de Naranja de Chila, una tenencia [comunidad] de Aguililla”.

A falta de alumnos, Manuel cultiva tomates en una pequeña parcela familiar. Prefiere no decir su tamaño para evitar que la identifiquen. La temporada empieza en agosto, con las lluvias. En diciembre cosechan. “El año pasado, cuando íbamos a empezar a sacar la cosecha, trocearon la carretera. Ahí perdimos todos dinero”, cuenta. Hasta que cortaron la vía, los agricultores de Aguililla llevaban su mercancía a Apatzingán. Solo tenían que pagar a los grupos 5.000 pesos —unos 220 euros— por “carro de tomates”. Sin gustarle, la cuota no les impedía vivir. Para ellos, la carretera es la vida. Manuel piensa esperar al próximo ciclo escolar, a la siguiente temporada de cultivos. Lo que ocurra entonces podría definir su futuro y el de cientos de vecinos de una población asediada.

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