Los dominicanos, en su deseo natural de hacer de República Dominicana un país democrático, luego de la dictadura de Trujillo (1930-1961), se han convertido en rehenes de su propia conquista: la democracia.

Es necesario aclarar que “rehenes de la democracia”, más que provocador, es insólito. A la luz del articulo 2 de la Constitución que establece que “la soberanía nacional corresponde al pueblo, de quien emanan todos los poderes del Estado, los cuales se ejercen por representación”. Y ahí está la trampa. La “representación” no es una patente de corso. Tiene sus límites.

Joaquín Balaguer “padre de la democracia”, según el Congreso Nacional había comprendido muy bien el juego de la representatividad y definió la Carta Magna, en momentos difíciles de nuestra historia reciente, como un “pedazo de papel”. Tema de actualidad en estos días en que se habla tanto de tres causales del aborto que cualquier persona sensata se preguntaría: “¿por qué un asunto que podía figurar simplemente en una ley adjetiva o en un artículo del Código penal fue ascendido a figurar en la Constitución de 2010? Sólo los legisladores tienen la llave para modificarla y, por temor a la Iglesia y a sectores conservadores, no se atreven a aceptar las famosas causales.

El Poder Legislativo es el único de los tres poderes del Estado que no tiene un mecanismo que propicie su disolución. Los legisladores en cambio pueden, en ciertos casos específicos, destituir al presidente de la República y propiciar la transformación total o parcial de las Altas Cortes, por ejemplo. En los regímenes democráticos como el nuestro, el poder no es para ejercerlo a la manera de Trujillo. Hay que ejercerlo, pero en armonía con los principios por los que fueron elegidos por el voto directo, senadores, diputados y el presidente de la República. El Judicial, en cambio, que emana del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), más que poder, busca hacer justicia sin favoritismos, igual que las Altas cortes.

Así pues, si los senadores y diputados de una formación política determinada fueron elegidos en 2020 bajo el postulado de que el presidente podía ser reelegido una vez y nunca más como hizo Danilo Medina en 2016 y se limitó a aceptar que, mientras la Constitución no le libere de la inhabilitación que él mismo se impuso, tendría que dedicarse como Cándido, el personaje de Voltaire, a ocuparse de su jardín.

En República Dominicana, al margen del putsch al gobierno democrático de Juan Bosch en septiembre de 1963, y después de la Pax americana de 1965, el golpe de Estado permanente que según Mitterrand se daba De Gaulles durante su mandato (1958-69), era obra de Joaquín Balaguer durante el famoso gobierno de los doce años (1966-1978).

Antonio Guzmán, en cambio, a pesar de los errores que se le puedan achacar a su gobierno (1978-1982), desmilitarizó la democracia dominicana; también el gobierno de Salvador Jorge Blanco con sus archiconocidos desaciertos y hasta el de los diez años del Balaguer post PRD, con sus triunfos que siempre fueron empañados por la sombra de una duda en particular los de 1990 y 1994, jugaron el juego de la representatividad democrática.

En 1994 la democracia dominicana, apoyada en la voluntad política de las grandes formaciones PRD, PRSC y PLD, pareció consolidarse al acortar el período presidencial de Joaquín Balaguer (1994-98) de dos años, prohibir la reelección consecutiva y establecer (sólo para el presidente) el sistema mayoritario a dos vueltas. A los que se le agrega, entre otras modificaciones no menos importantes, la separación de las elecciones legislativas y municipales de las presidenciales; y la creación del Consejo Nacional de la Magistratura el cual, en 1998, dejaría formada la Suprema Corte de Justicia que, a pesar de algunos atentados a su independencia, se ha mantenido nec mergitur, a flote.

Ahora bien, ninguno de los que pensaron la Constitución de 1994 se imaginó que el Congreso que iba a resultar de las primeras elecciones legislativas de medio tiempo (16 de mayo de 1998), iba a atribuirse, menos de cuatro años después, sin la debida autorización popular, el derecho a modificar de nuevo la Constitución para que Hipólito Mejía, elegido presidente de la República en mayo de 2000, pudiera ser candidato a su propia sucesión. Lo lograron como quien entra por una puerta disimulada a su casa, en el período que correspondía a la transición entre un Congreso y otro: julio de 2002. Lo hicieron a pesar de la oposición de un sector importante del PRD y, sobre todo, sin pensar que eso podía favorecer a sus rivales del PRSC y del PLD.

El PRD había salido fortalecido de las legislativas de mayo de 2002: 28 senadores y 72 diputados. Mayoría absoluta en el Senado y a sólo cuatro del quórum en la Cámara de Diputados de esa época. Gracias a ese poder absoluto del fragmentado PRD en 2002, lo dominicanos se convirtieron una vez más en espectadores de un carnaval que sólo los legisladores mismos podían evitar para que no nos sintiéramos rehenes de una democracia que tanta sangre ha costado a los dominicanos que desde la fundación de la Trinitaria en 1838, pasando por el 27 de febrero de 1844, los gobiernos de Pedro Santana, la guerra de la Restauración, las dictaduras de Báez y Heureaux, dos intervenciones militares norteamericanas, la dictadura de Trujillo y la Revolución de Abril en los finales del siglo XX, han luchado porque la democracia adquiera bases sólidas en República Dominicana.

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