El G-7 se blinda ante unas protestas controladas y a distancia

El periodista recibe la primera en la frente, por su manifiesta ignorancia.

– ¿Por qué os vestís de pingüinos?

– “No son pingüinos, son mirlos (blackbirds, en inglés)”, responde con cierta indignación inicial Paul Wielgus, de 67 años, que se ha desplazado con un grupo de amigos desde Sommerset hasta Falmouth, en la región costera de Cornualles, donde se celebra la reunión del G-7. Algunos han hecho el recorrido a pie, durante seis días. “Son los primeros en hacer sonar la voz de alarma con sus diferentes cantos, cuando detectan un peligro inminente”.

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Paul y cinco amigos más recorren el pueblo vestidos de negro, con caretas en las que destaca un enorme pico naranja. Suelta la retahíla prevista de improperios contra los líderes políticos y su habitual “hipocresía”, pero admite que, en esta ocasión, las siete naciones más avanzadas del planeta han acertado con su mensaje. “Han dicho lo que tenían que decir, es verdad. Pero ahora les falta pasar a la acción. Por eso nos interesa aumentar la presión hasta que se celebre en Glasgow la próxima cumbre del clima [el COP26, previsto para noviembre]”, explica.

Poco más de mil personas se han desplazado a la zona para elevar sus protestas en los aledaños de la cumbre. La mayoría se ha concentrado en Falmouth, donde se encuentra el centro de prensa que ha preparado el Reino Unido para seguir la cumbre. A poco más de 40 kilómetros de Carbis Bay, en la localidad de St. Ives, donde se han reunido los dirigentes políticos, un trasiego de autobuses conecta ambos puntos, para dar una ilusión de accesibilidad. La realidad es que las reuniones del G-7 son una fortaleza inexpugnable. La concentración de periodistas obliga a los distintos manifestantes a llamar la atención como sea para captar cámaras y micrófonos. Los ciudadanos de Myanmar que apoyan a la depuesta Aung San Suu Kyi; los movimientos en defensa de la cancelación de la deuda de los países pobres, o del reparto mundial y gratuito de vacunas; y los miembros de Extinction Rebellion, la organización que sorprendió al planeta con sus protestas -en Londres sobre todo- para exigir una respuesta urgente al cambio climático. Todos se han turnado el espacio del puerto marítimo de Falmouth, cerca de los medios, para hacerse notar. Música, actuaciones, discursos improvisados o caretas y disfraces de los siete líderes, para realizar pantomimas que ridiculicen sus grandes palabras.

En el parque de Kimberley, cerca de 50 activistas se cubren con túnicas blancas (a la vista, sábanas viejas), y se pintan caras y brazos de blanco para tumbarse luego en el césped. Son los “penitentes”, un recuerdo de aquella orden del siglo IV que expiaba públicamente sus pecados. “Consumidor irresponsable”. “Yo también he financiado la amenaza climática”. “He usado productos petroquímicos”. Cada uno arrastra su culpa en un cartel. “Las señales nos están llegando constantemente, y el Gobierno británico no cumple sus promesas”, dice Lorna Richardson mientras termina de embadurnarse. “Al menos ahora hemos conseguido que hablen del asunto”. Los turistas de Falmouth, que disfrutan de una primavera tardía y el final parcial del confinamiento, miran con curiosidad -y cierta irritación- unas protestas que han venido a alterar sus vacaciones.

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