Algunos imputan a los “antipolíticos” o “independientes” el descrédito de los partidos. No me siento emplazado ni creo que sea un juicio correcto. Sin arrogarme tales condiciones, no he sido un crítico compulsivo de las organizaciones políticas. Al revés, mis correcciones han procurado redimir identidades, prácticas y misiones abandonadas. Valoro la grandeza del sistema por la solidez de sus instituciones políticas. No hay buena democracia con malos partidos. Tampoco he creído que sean prescindibles.

Los partidos vieron agrietar sus bases desde hace muchos años, pero sobreviven por los patrones de dependencia social que les dan vigencia. No conviene que colapsen de manera definitiva. De eso pasar, nos quedaremos a expensas de personalismos alucinados, como vestíbulos del necio populismo de nuestros días.

Pero ¡Cuidado!, porque creo que para lo que tenemos es deseable que no estén por la deformación que provocan en los modelos de cultura política. O se reforman o se disuelven; si no, la sociedad se encargará de reducirlos al anonimato. De organizaciones vertebradas, regidas por un orden de disciplina, ideología y vida orgánica devinieron en simples plataformas electorales. Perdieron dimensión sustantiva, referencia democrática y conexión popular.

Después de las elecciones todos los partidos regresan al invernadero: los dirigentes del que gana pasan en pleno al Gobierno y los de la oposición se retiran a la vida contemplativa, esperando el vencimiento de los cien días que como bono de paz se les da a los nuevos gobiernos. Luego justifican su papel opositor criticando todo lo que ven y que pudieron mejorar cuando gobernaban. Un año antes de las elecciones reaniman sus estructuras para activar la temporada, única razón que parece sugerir algún recuerdo “ideológico”.

Y es que el desdibujamiento del relato partidario empezó cuando el poder, como medio para implantar una visión y un programa, se convirtió en fin en sí mismo. El pragmatismo del “poder por el poder” ha corroído el sistema de partidos. Un partido es más que gobierno: es ingeniería social, espacio de análisis, incubadora ciudadana y centro de opinión que le aporta pluralidad, vitalidad y contrapoder a la democracia.

El expresidente argentino de la Unión Cívica Radical, Hipólito Yrigoyen, escribió: “El poder, a pesar de ser uno de los medios más eficaces para hacer práctico un programa, no es el fin al que pueda aspirar un partido de principios ni el único resorte que pueda manejar para influir en los destinos del país…”. Si alguna vez esa comprensión tuvo espacio en la vida política dominicana, nadie se dio por enterado. El PLD nos enseñó que el partido es el poder.

En la democracia dominicana la utilidad de un partido fuera de las elecciones es una razón por descubrirse. Llegar al poder es agotar todos sus objetivos. Atar la vida y suerte de un partido político al Gobierno no debiera ser una atención estratégicamente elegible. Creo que ese sería el comienzo de una nueva era. Tener pensamiento, vida y expresión propios al margen de sus gobiernos les daría otra valoración en la sociedad. En las democracias funcionales es frecuente ver propuestas, enfoques y visiones de partidos oficiales distintos a los de sus gobiernos. Llegar a ese punto de identidad costará, pero creo que si los partidos fortalecen sus bases, liderazgo y consistencia ideológica, podrán alcanzar ese relieve. Si es quimérico, entonces no creo que pierdo el tiempo.

El PRM, un partido reciclado y sin compactación orgánica, puede dar ese salto. Es más, necesita ese impulso, considerando que su gobierno nació del ocaso de las administraciones anteriores y no precisamente de las condiciones inherentes a su propuesta. El voto que le hizo gobierno fue circunstancial. La administración de Luis Abinader está llamada a regentear una crisis que no admite aplazamientos. Deberá tomar decisiones troncales, esas a las que le han huido la mayoría de los gobiernos. Necesita el respaldo de un partido activo y con presencia real.

El trance de una reforma fiscal somete a prueba a cualquier administración. Ningún presidente sale fortalecido. Tener a todos los cuadros del partido en el Gobierno no me da. El funcionario es una figura quebradiza que se desgasta fácilmente y está sometido a un celoso escrutinio público. La gente no discrimina entre el funcionario y el dirigente. Ese desdoblamiento no funciona. El rechazo que genera el funcionario no lo redime el dirigente.

El PRM fue un experimento electoral y está vacío: su presidente despacha en el Palacio y su secretaría general está ocupada en la Alcaldía del Distrito Nacional. Salir de funcionarios y enviarlos al partido o nombrar a otros (preferiblemente jóvenes y del ámbito no partidario) es una buena idea para arrancar. Buscar gente capacitada con ideas nuevas le aportará a ese partido la frescura y la apertura de las que le priva su cansada imagen geriátrica, esa que ofende al apelativo de “moderno” de su denominación.

El PLD, por su parte, sigue aferrado a lo que le ha dado éxito: el poder. Y es que no sabe ni puede mantenerse fuera de ese ecosistema. Las promesas más eufóricas de su locuaz secretario general no son transformarlo ni adecuarlo a las exigencias de los tiempos, no, es llevarlo al poder en el 2024. Sus finanzas soportan la dura prueba de la salida. Acometió una agenda orgánica de supuesta renovación de cuadros que implicó, como mejor logro, cambiar algunos rostros en los órganos de dirección. El poder le enseñó que el dinero manda en una economía de apuros. Por eso, el partido no ha perdido una pulgada de arrogancia pese a estar moralmente postrado, en desbandada y con una buena parte de la familia presidencial en prisión.

La seguridad económica le aporta la tranquilidad que precisa; esperará paciente el momento de atacar; lo hará con rabia y dinero, una combustión subversiva. Sus dirigentes no se han abierto a la introversión autocrítica mucho menos a la modulación de su discurso. Pero se sabe que es un montaje de apariencias para disimular los golpes y las heridas internas. Es tan ansiosa la necesidad del poder o el miedo a no tenerlo que a tres años de las elecciones ya viejos muchachos empiezan a soñar despiertos. Es posible que algunos necesiten declarar temprano sus intenciones para calificar como político cualquier expediente en curso; otros, para confirmar ingenuas fantasías. Lo que queda claro es que el destino del PLD nos dará la mejor prueba de que un partido es más que ser gobierno.

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