Un emancipador forzoso

¿Estadista?, ¿oportunista?, ¿idealista?, ¿visionario?, ¿realista? Frederik Willem de Klerk fue todo esto, pero, esencialmente, alguien que entendió por dónde soplaban los vientos. Nada hacía presagiar que cuando a finales de 1989 se convirtió en presidente de la Suráfrica del apartheid, relevando a Pieter Botha —con quien había mantenido un fuerte enfrentamiento— el ya entonces veterano político, heredero de una saga de notables del Partido Nacional Afrikaner, que lo había sido todo en el régimen segregacionista —en carteras tan esenciales como Minas y Energía, Interior y Asuntos Exteriores— sería el hombre que acabaría de un plumazo con aquel sistema asediado y compartiría el Nobel de la Paz con Nelson Mandela, a quien había liberado de su larga prisión para compartir con él la presidencia del país en el proceso de transición.

¿Qué explica esta conversión? Para cualquier observador que no quisiera engañarse, cuando De Klerk llega al poder a mediados de agosto de 1989, el vendaval geopolítico de aquel annus miraculus ya se lo estaba llevando todo por delante. En febrero, las últimas tropas de la Unión Soviética abandonaban Afganistán y el ayatolá Jomeini lanzaba la fatwa contra el escritor Salman Rushdie; en abril en Polonia se aprobaba la reforma de la Constitución abriendo el camino hacia un sistema democrático, mientras que en China se iniciaba la revuelta de la plaza de Tiananmen tras la muerte de Hu Yaobang. En junio, Slobodan Milosevic pronunciaba el incendiario discurso de Gazimestan, primera piedra de las guerras de Yugoslavia. En julio se celebró en Chile el referéndum que puso punto final a la dictadura militar del general Pinochet. Aquel verano, Hungría desmantelaba su parte del telón de acero y los alemanes orientales empezaban a abandonar su país por aquella brecha; una dinámica que culminó en noviembre con la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría.

En estas circunstancias, con el mundo transformándose a velocidad de vértigo, mantener el statu quo era imposible y De Klerk lo sabía. Sin embargo, al igual que muchos de los líderes políticos de aquel momento histórico —como Egon Krenz en la Alemania Oriental— no estaba entre sus prioridades convertirse en el gran emancipador, sino encontrar la forma de mantenerse a flote y de que los afrikáners y el resto de población blanca surafricana conservaran buena parte del poder en las nuevas circunstancias. Pero nada de eso era posible entonces. Solo el Partido Comunista Chino consiguió cerrar la puerta a los cambios y a las ansias de libertad que soplaban por el mundo con una represión letal, de cuyo alcance real seguimos sin tener datos fiables.

Cuando en febrero de 1990 De Klerk legalizó al Consejo Nacional Africano (ANC) y liberó a Mandela de prisión, todos los países del antiguo bloque soviético estaban celebrando elecciones democráticas y en Chile, Patricio Alwyn ya llevaba meses ejerciendo la presidencia. Mijaíl Gorbachov, por su parte, empezaba a ser consciente de la inminencia del derrumbe de la URSS. Abrió la espita y esto le proporcionó unos años de gloria y muchos más en los que no sabría cómo responder a demasiadas preguntas.

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