La viabilidad de la Argentina inviable

La Argentina es en cierta forma un país inviable, cuyo sistema político se muestra incapaz de desactivar las trabas que impiden un desarrollo incluyente. El sociólogo Juan Carlos Portantiero lo sintetizó con su noción del “empate hegemónico”, una situación en la que dos fuerzas tienen poder para vetar los proyectos elaborados por la otra pero no para la generación de unos acuerdos básicos. Durante buena parte del siglo XX, la intervención de los militares pateó el tablero. Desde 1983 no hubo ni se vislumbran golpes de estado: las elecciones canalizan una disputa resignificada y definida por la grieta. Hay alternancia y las dos grandes coaliciones canalizan las expectativas y disgustos del electorado. Este domingo 14 de noviembre ocurrió otra vez, con las elecciones intermedias para renovar la mitad de la Cámara de Diputados en todas las provincias y un tercio del Senado en ocho.

Las primarias abiertas simultáneas y obligatorias (Paso) ya habían anunciado una dura derrota para el Gobierno peronista, que pierde el control que ha tenido sobre el Senado durante los últimos 38 años (con el 97% de votos escrutados, se queda con 34 de los 41 asientos que tenía y pierde el quórum). A nivel país, más de 10 puntos separaron a Juntos (principal coalición opositora) de Todos (coalición de gobierno), que confirma el liderazgo anunciado por las primarias en la mayoría de las provincias.

Las Paso también habían anticipado la irrupción de Avanza Libertad, un partido nuevo liderado por un anarco-libertario, Javier Milei, que alcanzó en Ciudad de Buenos Aires un 17% de los votos (tres puntos más que en las primarias). El partido creció impulsado por un liderazgo agresivo y mesiánico. Entra en el Legislativo con tres escaños y queda por ver cuánto calado podrán tener sus promesas ultra en un Congreso con 257 asientos. Puede funcionar como un amplificador del extremismo, pero también desactivarlo. Argentina es un país federal en el que llegar al Ejecutivo nacional implica tener presencia en el territorio. Lo aprendió Mauricio Macri cuando articuló la alianza con la histórica Unión Cívica Radical que le permitió alcanzar la Presidencia. La oposición celebra la nueva ventana de oportunidad, pero con varios liderazgos en carrera y el renacer del radicalismo, de aquí a 2023 queda una eternidad. Por otro derrotero, la fuerza de las Buenos Aires (ciudad y provincia) puede empezar a fortalecer un clivaje latente entre el centro y la periferia. ¿Remake de unitarios versus federales, de los tiempos de la fundación del país? Veremos. Otras urgencias apuntalan hoy la discusión.

La agenda que viene es la agenda eterna: la inflación, la pobreza, la deuda. Entre 1970 y 1975 la tasa de inflación rondó el 38% anual. Durante la dictadura (1976-1982) escaló por encima del 200%. El primer Gobierno democrático, liderado por Raúl Alfonsín, convivió con tasas de tres cifras (300% y subiendo), hasta que en 1989 se saltaron todos los récords: alcanzó el 3.079%. Parece increíble. Fue así y seguramente la incertidumbre de aquellos días explica por qué la estabilidad que consiguió el Gobierno del peronista Carlos Saúl Menem (1989-1999) fue tan difícil de reemplazar, a pesar de la corrupción y el desmantelamiento del Estado de esa década perdida. El 2001 fue un cambio de época que el boom de las commodities moldeó con los años de gobiernos kirchneristas. Pero la bonanza se acabó y volvieron los problemas económicos. El expresidente Mauricio Macri (Cambiemos, 2015-2019) dejó de gobernar con un 50% de inflación anual. En niveles similares se mantiene en la actualidad. Según el Indec (datos oficiales), hoy el 40,6% de la población está bajo la línea de pobreza. Otros indicadores suben hasta en 10 puntos esta cifra. ¿Cómo sostener el contrato social con la mitad de la gente viviendo en la pobreza, la precariedad y la informalidad? Encima, la deuda: la actual, que creció durante los últimos años de gobierno de Macri, supera el 100% del PIB y los compromisos y negociaciones con el Fondo Monetario Internacional quitan el sueño a (y han sido fuente de disputa entre) quienes hoy detentan el poder y seguramente también a quienes aspiran a tenerlo.

Tras las derrota en las Paso hubo una crisis de Gobierno, volaron acusaciones y despropósitos, planes de ayudas de emergencia y aperturas rápidas después de tantas restricciones. La vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner impulsó una remodelación del Ejecutivo que no amortiguó un golpe seguro y por eso hoy la dejan como la principal perdedora. El presidente Alberto Fernández estaba destinado a perder y seguir debilitando su poder. ¿Se viene un nuevo estallido, como aquel que en 2001 pareció mover los cimientos de la política argentina? ¿Sobrevivirá el kirchnerismo? ¿Están contados los días de Alberto Fernández en la Presidencia? Rumores hay siempre, para todos los gustos. Pero estas no son ni más ni menos que unas elecciones legislativas. Muchas cosas pueden cambiar, pero no parece vislumbrarse un estallido social a corto plazo. El de 2001 tuvo mucho de espontáneo y también algo de orquestado. No hay datos que vuelvan probable una salida masiva para reclamar que se vayan todos, ni tampoco se espera un colapso económico. En cuanto a la intención desestabilizadora, no parece haber actores con capacidades para semejante movilización a los que beneficie un escenario así.

El peronismo necesitará tiempo para rearmarse –algo que a lo largo de la historia ha sabido hacer de muchas maneras–. El kirchnerismo aún siendo un gran perdedor no saldrá de escena. Ni en la coalición del Frente de Todos ni en la de Juntos por el Cambio se vislumbran figuras que puedan o quieran alimentar el estallido. Tampoco son probables las intrigas de palacio para buscar la renuncia de Fernández. Si algo como eso pasase, las vías de resolución del conflicto serían, una vez más –como ocurrió en 2001— las institucionales. En la Argentina del empate hegemónico funciona la polarización, porque logra canalizar las frustraciones del electorado. No puede obviarse que las dos grandes coaliciones recogieron más del 70% de las preferencias electorales a nivel país, algo casi inédito en el contexto de fragmentación latinoamericano. Siguen funcionando los mecanismos de adaptación institucional.

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Sin embargo, falla el contrato social, porque no se logran construir las bases para el consenso de las políticas fundamentales que logren superar las crisis cíclicas, acabar con la inflación, con la pobreza y con la deuda. El vaso está medio vacío.

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