Ambos ya son de hecho presidentes vitalicios. Nadie les rechista. Sus modos son expeditivos con quienes se cruzan en su camino. Concentran tanto poder personal como Josef Stalin y Mao Zedong. Comparten la misma misión, basada en una antigua nostalgia y un renovado resentimiento. Se proponen recuperar los imperios perdidos, aunque ni siquiera es seguro que los títulos de propiedad que exhiben, uno respecto a Ucrania y el otro respecto a Taiwán, sean ciertos y legítimos. Será la revancha por las humillaciones sufridas. En manos de Occidente, naturalmente.

A Vladímir Putin se le identifica con el eurasianismo, ideología reaccionaria promovida por el filósofo Alexander Duguin como síntesis roja y parda de bolchevismo y eslavismo ortodoxo. La identidad ideológica de Xi Jinping es la del partido que dirige, el comunismo en versión china y con sus aportaciones personales, incorporadas como el pensamiento que lleva su nombre al sintagma interminable del marxismo-leninismo-maoísmo. Pero la ideología práctica que ambos profesan es común y sencilla, suma de autoritarismo centralizador y de nacionalismo irredento, expansivo por tanto.

Ambos quieren convertir la restauración de la unidad mitológica de la patria dentro de sus mandatos presidenciales. Así pasarán a la historia y al mito. Son de la misma generación, uno de 1952 y otro de 1953, y buscan ambos la plenitud nacional e imperial. Rusia como dueña de Eurasia y China como imperio del centro, es decir, superpotencia global hegemónica. Conciben ambos el papel de Estados Unidos como una prolongación aislacionista de la Doctrina Monroe: América, pero solo América, para los americanos; que dejen el resto del mundo en paz.

No hay regalos geopolíticos. Hay que ganárselos, normalmente a sangre y fuego. Antes hay que saber aprovechar la oportunidad, ese momento excepcional en que sonríe la fortuna: es ahora, en el repliegue imperial de Estados Unidos, cuando entre los adversarios y competidores cunden las divisiones y la inseguridad ante el futuro. Europeos y americanos ya no confían en ellos mismos, ni siquiera en el sistema político hasta ahora tan eficaz y envidiado del que se habían dotado. Sus éxitos, empezando por la globalización y la interdependencia, son ahora sus debilidades. El magnetismo global de sus sociedades libres y abiertas es lo que ahora puede destruirlas. Basta la amenaza de cortar la energía o abrir las fronteras para se echen a temblar y se debiliten sus convicciones.

Hay muchos puntos calientes en el planeta. A veces ni siquiera visibles, como sucede en África. No es casualidad que los dos más incandescentes, que destacan además por su potencial expansivo, sean Taiwán y Ucrania. Son las presas ojeadas por ese par de emperadores que han salido a cabalgar juntos en cuanto han atisbado los grandes espacios vacíos del poder mundial que se abrían ante sus ambiciones.

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