Es un jugador solitario, con las cartas pegadas al pecho. Él solo toma las decisiones. Escucha los consejos, escudriña las señales, pero finalmente atiende a sus propios intereses, a la misión histórica que se ha arrogado a sí mismo, como es reparar “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX” y, sobre todo, a su perpetuación en el poder, en el que lleva ya 22 años.

El objetivo emana de su biografía, desde su época como agente del KGB en Dresde cuando cayó el Muro de Berlín. Quiere restaurar aquel imperio soviético que se deshizo como agua en azucarillo. No es una casualidad que Rusia mantenga el cadáver embalsamado de Lenin en la plaza Roja, al igual que los comunistas chinos mantienen el de Mao Zedong. El culto al fundador admite la crítica de sus errores pero es ante todo una afirmación de la autocracia. Ahora Vladímir Putin quiere recuperar los territorios que se perdieron en aplicación de aquel derecho de secesión consagrado constitucionalmente por los fundadores bolcheviques, aunque rigurosamente limitado durante la época soviética gracias a las bayonetas y a los agentes de la Checa.

Quiere corregir el error leninista, naturalmente, pero de nuevo bajo la amenaza de las bayonetas y de los sucesores de la Checa, él mismo como el más destacado. Nadie sabe qué va a hacer, ni hasta dónde puede llegar su apuesta. Si quiere solo unas migajas y salvar la cara, o va a por todas. No lo saben ni los suyos. La vertical del poder tiene esta ventaja, frente a un adversario dividido y vacilante.

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El miedo es un mal consejero. Enturbia la percepción. Conduce a decisiones erróneas. Por eso es un arma excelente en la guerra psicológica, especialidad de la casa. Como lo es la niebla que cae sobre los campos de batalla e impide localizar al enemigo y adivinar sus propósitos. También los intereses de cada país y sus respectivas tradiciones políticas y diplomáticas conducen a interpretaciones discrepantes del parpadeo de las señales de alarma. Todo eso es lo que pretende aprovechar el Kremlin.

Pero no es una jugada ganadora. Al contrario, está llena de riesgos. Quien lo quiere todo, puede quedarse sin nada, incluso sin capacidad de intimidación. De momento, hace buenas las palabras del secretario de Estado, Antony Blinken, respecto a unas amenazas que “precipitan lo que quieren evitar”. Ucrania crece como nación cuanto más crece el peligro. Adquiere todo el sentido el paraguas defensivo de la OTAN. Finlandia y Suecia ya piensan en guarecerse bajo él. La Alianza se refuerza en su flanco oriental, ante el despliegue militar ruso. A pesar de las cacofonías francesa y alemana, la intimidación actúa como fuerza centrípeta que une a socios y aliados de la Unión Europea. Ha empezado ya un incipiente régimen de sanciones a Rusia, el que infligen las Bolsas y los mercados monetarios.

Nada hay tan peligroso como la incredulidad o la desidia frente al miedo y la confusión que suscita quien negocia con la pistola encima de la mesa.

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