Al calor de la pandemia, el Sahel ha experimentado una cascada de golpes que han acabado con los Gobiernos de Sudán, Chad, Guinea-Conakry, Malí (en dos ocasiones) y recientemente, Burkina Faso. Uno de esos escenarios de los que cualquier país sensato se mantendría alejado si no fuese porque la cercanía geográfica le alcanza, el terrorismo le salpica, y la larga sombra del Kremlin le acecha, como es el caso de la Unión Europea. A esta espiral autoritaria hay que añadir el fracaso de Francia, cuyo Ejército lidera las operaciones militares antiterroristas de la zona, en una guerra de desgaste prolongada en tablas. La expulsión del embajador de Francia en Malí, a raíz de las declaraciones del ministro de Exteriores francés acusando a la Junta Militar de estar en connivencia con los mercenarios rusos del grupo Wagner, representa el último episodio en el deterioro de relaciones que apunta a una posible retirada de las fuerzas armadas francesas.

La situación tiene no pocas resonancias con el Afganistán de ayer y de hoy. Nos encontramos ante países que comparten la receta infalible de la inestabilidad estructural: enfrentamientos interétnicos, millones de jóvenes sin perspectiva de futuro, un enjambre de grupos insurgentes en colaboración con el Estado Islámico o Al-Qaeda y, como pétreo telón de fondo, gobiernos corruptos y Estados disfuncionales con instituciones incapaces de controlar y cumplir con la sociedad. El triunfo de los talibanes en Afganistán los ha convertido en referente a seguir, y las milicias yihadistas que operan en el Sahel se hacen eco en sus exigencias: expulsar a las tropas internacionales, acabar con los gobiernos seculares, imponer la sharía en todo su rigor bajo la tutela de la hisba (la policía moral islámica) y, de nuevo, el sometimiento de la mujer como seña de identidad innegociable. En el centro de Malí, informa International Crisis Group, el Grupo por el Apoyo del Islam y de los Musulmanes azota en público a aquellas que no se cubren con el hiyab o el niqab.

El ingrediente final lo aporta la presencia expansiva de Rusia a través de la compañía de fuerzas paramilitares Wagner, activa en países vulnerables como Mozambique, probablemente ahora en Malí, o la República Centroafricana, donde el ruso Valery Zakharov ha sido elegido asesor de seguridad nacional. Una presencia nominalmente justificada para combatir el yihadismo y, de paso, proteger los regímenes autocráticos.

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Todo ello, unido a la creciente simpatía de la población local hacia sus dictadores y mercenarios rusos, debería llamar nuestra atención, actualmente centrada en Ucrania, pues como afirma el general Didier Castres en una tribuna de Le Monde, “con la irrupción de Wagner en Malí, asistimos a la aparición de una especie de far west de las relaciones internacionales”. Como ocurrió en su momento en Afganistán. @evabor3

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