El líder laborista británico promete dimitir si la policía le multa por saltarse la distancia social del confinamiento

Boris Johnson tiene la impagable habilidad, con la ayuda de la prensa conservadora, de lograr que el humo ajeno oculte las llamas en su propia casa. El líder laborista Keir Starmer, que apenas el pasado jueves celebraba la seria derrota del Partido Conservador en las elecciones municipales del Reino Unido, ha cedido este lunes a la presión. Ha prometido que presentará la renuncia a su cargo si la policía acaba imponiéndole una multa por saltarse las normas de distanciamiento social durante el confinamiento.

Cuando el escándalo del partygate, las fiestas prohibidas en Downing Street con comida y alcohol, logró poner al borde del precipicio la carrera política de Johnson, el tabloide conservador The Sun publicó una foto en la que, a través del cristal de una ventana, parecía entreverse la silueta de Starmer con una cerveza en la mano. Era el 30 de abril de 2021. Los laboristas hacían campaña por un puesto de diputado que había quedado vacante en la circunscripción de Durham. El bochorno ocasionado por la dimensión de lo denunciado en la sede del Gobierno —donde se habían multiplicado las fiestas, con la presencia en varias de ellas del primer ministro y de su esposa— redujo la foto de Starmer a un intento desesperado, casi ridículo, de los conservadores por desviar la atención. El líder laborista se sintió fuerte para reclamar la dimisión de Johnson por haber mentido al Parlamento, y de acusarle en repetidas ocasiones de haber denigrado el puesto con su comportamiento.

Johnson, consciente de esa regla universal por la que ‘el que resiste, gana’, se aferró al sillón contra viento y marea. Aguantó el chaparrón del informe de la alta funcionaria Sue Gray, que acusó al primer ministro de no haber ejercido el liderazgo ético necesario durante la pandemia. Puso pie con pared frente a los intentos de rebelión de los diputados conservadores, temerosos de que los votantes se cobraran en ellos los excesos de Johnson. Y siguió adelante después de que Scotland Yard le impusiera una multa, junto a muchos de sus colaboradores, por saltarse las normas del confinamiento.

El escándalo de la cerveza

Johnson aguantaba, y sus diputados, juntos a los diarios tabloides, insistían en presionar a la policía de Durham para que investigara lo que ellos mismos habían bautizado como beergate (el escándalo de la cerveza), con una resonancia que casi destilaba un tufo de clasismo (la cerveza de los laboristas frente al vino de los conservadores). Añadían nuevas informaciones que lograban desmontar las excusas ofrecidas por el equipo de Starmer. La comida duró varias horas. Se sumaron a ella hasta 30 personas (todo sugiere que fueron más bien 15). Fue comida india: curry. No fue un parón de trabajo, decían. Starmer regresó a su hotel poco después. Fue algo planificado, y no simplemente el avituallamiento en medio de una jornada laboral que las reglas de distanciamiento social permitían. “Después de la información relevante obtenida estos días, la comisaría de Durham ha revisado su decisión inicial [de descartar una investigación] y, concluido el periodo electoral [las elecciones municipales del jueves], confirmamos la apertura de diligencias, antes posibles infracciones de las normas del confinamiento”, admitía finalmente en un comunicado la policía, para evitar cualquier acusación de doble rasero.

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El problema de la encerrona —a no ser que la policía concluya que, efectivamente, Starmer se saltó la ley— es que el líder laborista ha dejado ya suficientes enemigos por el camino, y no se prodigan sus defensores. Comenzando por el Gobierno y los conservadores, entusiasmados por ocultar su derrota electoral del jueves y acusar de hipocresía al líder de la oposición; continuando con la facción del partido cercana al anterior líder, el izquierdista Jeremy Corbyn, que no perdona a Starmer el modo en que lo marginó en el grupo parlamentario, y exigen ahora que sea consecuente con sus palabras, y dimita; y concluyendo con un electorado todavía tibio ante la figura del jefe de la oposición, y convencido de que todos los políticos son iguales.

Doble o nada

Starmer ha dedicado todo el fin de semana a debatir con su equipo cuál debía ser la respuesta ante un asunto que amenazaba con diluir todo el rédito de la victoria electoral del jueves, y arrastrar —justa o injustamente— al líder laborista al mismo fango en el que Johnson lleva ya unos meses sumergido. “Creo en el honor, en la integridad y en el principio según el cual, aquellos que hacen las leyes son los primeros obligados a cumplirlas”, ha dicho el político de izquierdas este lunes en una comparecencia pública desde la sede del partido.

“Creo que los políticos que socavan ese principio, socavan la confianza en la política, nuestra democracia y al propio Reino Unido”. De nuevo ha asegurado que no infringió ninguna norma, y que se limitó a comer algo con los suyos a última hora de la tarde en medio de una campaña electoral. Pero ha decidido que era necesario lanzar un órdago que elevara el listón para su rival, el primer ministro. “Si la policía decide ponerme una multa, haré lo correcto y dimitiré. Los ciudadanos británicos se merecen unos políticos que cumplan las normas, se sometan a los estándares más altos y sitúen al país por delante de ellos mismos. Siempre encontrarán en mí esa actitud”, ha dicho Starmer.

El abogado y exfiscal general del Estado convertido en líder de la oposición ha conseguido transmitir una imagen de seriedad y orden —también de aburrido, blando e indeciso, para sus críticos— que contrasta con el caos que ha rodeado en ocasiones a Johnson. Pero su jugada es arriesgada. Si la policía decide multarle, aunque sea por la mínima, su carrera política habrá terminado. Y aunque no lo haga, el asunto ya ha beneficiado a Johnson, al transmitir a la ciudadanía la idea de que el confinamiento duró mucho, las horas de trabajo fueron muy largas, y nadie está en condición de tirar la primera piedra.

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