Arrestada en Mariupol y encarcelada por las fuerzas rusas: los 83 días de horror de una española

Galina mira con especial cariño su reloj de pulsera dorado. Nunca dejó de funcionar entre el 19 de febrero —cinco días antes de la invasión rusa de Ucrania—, cuando regresó a su Mariupol natal para cuidar de su padre enfermo, y el 13 de mayo que, deshecha y aliviada, logró volar de vuelta a España, donde reside desde hace dos décadas. El reloj siguió latiendo cuando los primeros bombardeos reventaron las ventanas de la casa familiar, cuando su padre murió tras semanas agonizando refugiado en un sótano minúsculo, cuando las fuerzas rusas la arrestaron al sospechar por su pasaporte español que era espía (y forzaron la tapa del reloj buscando un microchip en el orificio de la pila) o periodista. También cuando —asegura— fue torturada con descargas eléctricas en una cárcel insalubre controlada por las fuerzas del Kremlin y cuando logró salir en autobús de Donetsk hacia Polonia, ayudada por la Embajada española, en un rodeo de 50 horas a través de Rusia y los países bálticos.

Ante un refresco, esta médico de 48 años relata su tormento con una mezcla de alivio ―por haber dejado atrás la guerra, la ciudad arrasada y las humillaciones que sufrió durante semanas en la cárcel― y la rabia por no haber podido salvar la vida de su padre. No sabe siquiera si fue enterrado.

Pese al infierno que ha vivido, Galina —que prefiere que no se difunda su apellido, ni su lugar de trabajo, ni dónde tiene lugar la entrevista— ha escrito una carta abierta al presidente ruso, Vladímir Putin, que exuda decepción hacia un líder que llegó a admirar. Cuenta que siempre se ha sentido culturalmente rusa y pide al jefe del Kremlin, que lanzó la invasión con el pretexto de “desnazificar” el país y salvar de una supuesta opresión a los ucranios de habla rusa, como ella, que negocie la paz porque esta guerra “sin sentido” está echando por tierra los “importantísimos valores humanos que ha transmitido a tantísimas familias rusas y ucranias”. Se siente “totalmente traicionada” y admite que tiene “todos los motivos para odiar” tras su tormento, pero quiere “construir, en vez de destruir”. Durante el relato, de hecho, se confunde en alguna ocasión y dice que tiene pasaportes español y ruso. “Nunca he dejado de sentirme rusa. Siendo ucrania, crecí entre los valores culturales rusos muy importantes que me inculcaron mis padres y el régimen soviético […] Ahora todo esto está cubierto de sangre”, subraya.

Galina no imaginaba que Putin fuese a invadir Ucrania. Por “optimismo o exceso de confianza”, relata, no creyó que Moscú lanzaría una guerra que ha causado miles de muertos y heridos, y arrasado ciudades como Mariupol, ya hiperactiva ―con “colas enormes de hasta 500 personas” y la gente “corriendo ya de un sitio al otro”― cuando llegó ante la llamada de alerta de su madre por el empeoramiento de su padre. Su hija tenía más de dos décadas de experiencia como médico en España, a donde llegó en 2001, después de haber aprendido español con canciones de Manolo Escobar, Isabel Pantoja, Los Brincos o Julio Iglesias, y adquirió la nacionalidad por arraigo hace 10 años.

Galina, en España en 2010.
Galina, en España en 2010.

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Un “estruendo tremendo” marcó el 24 de febrero el inicio de los bombardeos. Los ataques sobre Mariupol dejaron los cristales de su casa hechos añicos y las paredes temblando. Galina y sus padres se refugiaron en el sótano, reconvertido en búnker improvisado. Un espacio frío, húmedo y sin electricidad de poco más de un metro de altura. Allí pasaron varias semanas en las que tuvo que asegurar la supervivencia de la familia, buscar comida, agua, fármacos. Fue entonces cuando contactó por primera vez con la Embajada española para pedir ayuda, dice. “Había cadáveres por la calle”, rememora.

Su madre, que ahora está refugiada en España, pudo ser evacuada tres semanas después de que empezase la guerra. Varios vecinos la llevaron en brazos siete kilómetros hasta el coche de un familiar. Galina se quedó con su padre. “Muchos vecinos me decían que le dejase allí, que no viviría”, cuenta.

No lo hizo, y pese al peligro, decidió recorrer los tres kilómetros que separaban la casa de sus padres (en la parte de la ciudad bajo control ucranio) de uno de los hospitales cercanos, ya en manos rusas, para pedir ayuda. Rogó incluso a “voluntarios rusos”, con la tétrica Z símbolo de la invasión ribeteando uniformes, y trató de recurrir varias veces a las fuerzas de ocupación, pese a que a menudo la trataban una y otra vez como lo que era: una ucrania que tenía como segundo pasaporte el de un país de la OTAN claramente alineado con Kiev.

Bombardeo

Diez días después, su casa fue destrozada en un bombardeo y su padre, trasladado al sótano de un edificio cercano. Galina fue retenida por soldados rusos a las afueras de Mariupol cuando trataba de llegar a pie a una localidad a 20 kilómetros para pedir ayuda. “Cuando uno vio mi documentación, me dijo con odio: ‘Ya conocemos a unas cuantas de la Unión Europea que han matado a los nuestros disparándoles a los genitales. Eres una de ellas, ¿verdad?”, asegura.

Después de interrogarla dos veces, pudo volver al hospital de Mariupol a intentar de nuevo que salvasen a su padre. La recibieron con hostilidad. El responsable, aparentemente un médico militar ruso, “pensó que era periodista. O espía”, afirma. “Empezó a hacerme preguntas raras, como dónde estudié, cómo se llamaba el comedor de la universidad… Hasta que me dijo que, en vez de recibir un tipo de ayuda, iba a recibir… otro tipo de ayuda. Me pusieron bajo control militar, me apartaron y pasé la noche en una habitación del hospital con los presos ucranios. Tenía mucho miedo de que me violasen”, relata. Después de una noche, logró volver a su barrio, bajo las bombas, y halló a su padre recién muerto a la entrada del edificio. “Tuve una tremenda sensación de impotencia y desesperanza, de no haber cumplido con mi deber como hija… ‘papochka, perdóname, lo intenté todo’, le dije”. Galina subió a lo que quedaba de la casa familiar y rescató llorando de entre las cenizas las cuerdas del piano en el que aprendió a tocar.

Galina, con sus padres, en la casa de Mariupol en 2020.
Galina, con sus padres, en la casa de Mariupol en 2020.Fotografía familiar

En shock y pese a lo ya vivido, regresó al hospital. Conservaba la esperanza de que finalmente alguien la ayudara, que sus colegas al menos le dieran atención sanitaria. “Tenía confianza en esa gente, les había contado toda mi vida”, justifica. Cuenta que le pusieron una inyección que la durmió 40 horas. Cuando se despertó era 4 de abril. Allí mismo, en el centro médico, dos uniformados rusos la esposaron, le taparon los ojos, le tiraron el móvil y se la llevaron. Le robaron el equivalente en moneda ucrania a 6.000 euros que había ido mandando a su familia y que le devolvió su madre antes de ser evacuada, afirma. Se quedó solo con su reloj, la documentación ucrania y española, el billete de avión con el que entró a Kiev y las llaves del piso de sus padres.

El horror fue en aumento. Cuenta que la llevaron a una sala de una prisión en Donetsk, en la que oía los gritos de un joven al que torturaban y un hilo de sangre recorría el pasillo. “Me decían que más me valía desvelar quién soy porque nadie iba a rescatarme allí. Ni el Rey [de España]. Que me iba a pudrir dentro de por vida”. La interrogaron cinco hombres. Asegura que le aplicaron electrodos en las manos y los pies hasta dejarla sin conocimiento, la amenazaron y le pegaron.

Luego la trasladaron a otra cárcel “un poco más digna, donde la comida olía a podrido, pero había agua, que era un lujo, y se podía caminar un poco”, y finalmente a una tercera, en la que le advirtieron de que, si no colaboraba, le esperaban cuatro años dentro. “Éramos unos 40 en unos 50 metros. Tenía una sensación permanente de falta de aire. El olor a orín, a caca, muchas moscas… muchas presas tenían infecciones urinarias”, cuenta. Dos reclusas le tiraban la comida, la insultaban por haber pedido ayuda a una médica rusa. Apenas le quedaban fuerzas, confiesa.

Galina muestra el documento de encarcelamiento en el que se puede leer su nombre y apellidos. Señala la “protección de la población contra el bandidismo y el crimen organizado” como motivo del arresto y tiene el membrete de las autoridades de la autodenominada “República Popular de Donetsk” a través de las que el Kremlin controla los territorios ocupados desde la guerra de 2014.

Llegar a Polonia

El 3 de mayo, la sacaron de la celda igual que entró: “De un empujón y sin explicación”. Se alojó en casa de una tía en Donetsk, donde pudo comer patatas, salchichas y té y tomar un paracetamol. Cuenta que solo pensaba ya en volver a España, pero no sabía “en quién confiar”. Recurrió a la Embajada española en Kiev, reubicada entonces en Polonia, que le aconsejó y ayudó a que llegase hasta Varsovia por carretera, cruzando desde Rusia a los bálticos, porque la ruta hacia la parte controlada por las fuerzas ucranias era ya imposible de franquear. Unos 2.500 kilómetros y 50 horas de viaje.

En la capital polaca la recibió el personal diplomático que había seguido su caso. Como si necesitase recordar que la vida es algo más que temer y huir, se permitió cerrar con algo de belleza esos dos meses y medio de dolor: aprovechó que estaba en la patria de Frédéric Chopin para ir a un concierto de su música. Desde allí voló de vuelta a España.

“Aún tengo la sensación de que fue una película de horror, que no sé si me pasó a mí, pero sí que me pasó”, reflexiona hoy. “He recuperado la sensación de ser feliz abriendo los ojos por la mañana y viendo la luz del sol”.

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