Las ejecuciones de activistas agravan el choque entre la junta militar y la resistencia de Myanmar

Las primeras ejecuciones en Myanmar (la antigua Birmania) desde 1988 han profundizado el choque entre la junta militar y el movimiento prodemocracia. La aplicación de la pena de muerte en este país del sureste asiático, inmerso en una crisis social, política y económica, no solo fue condenada en cascada por parte de la comunidad internacional, sino que también desató la ira en buena parte de la población. Tras anunciarse los ajusticiamientos, el Gobierno de Unidad Nacional en la sombra, grupos étnicos armados y la Liga Nacional para la Democracia de Myanmar emitieron un comunicado conjunto sin precedentes en el que prometían “luchar contra el régimen en todos los frentes y por todos los medios, unidos y sin tregua”. El riesgo, advierten los activistas, es que la creciente represión empuje cada vez a más gente de la resistencia no violenta a la armada.

“Nuestros pueblos están siendo atacados al azar y personas inocentes están muriendo sin razón. El movimiento armado está creciendo porque no vemos otra forma de derribar a la junta castrense”, asegura Me Me Khant, líder de la organización Students For Free Burma, en una conversación telefónica. Asociaciones de defensa de los derechos humanos denuncian la escalada de choques entre los militares, organizaciones étnicas armadas y la población civil año y medio después del golpe de Estado castrense que puso fin a los intentos de transición iniciados una década antes y mantiene en la cárcel a la líder del Gobierno, la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, y a otros políticos.

Impulsado por las protestas pacíficas contra el golpe militar ―mantenidas durante meses junto a huelgas de la actividad y de silencio―, el movimiento prodemocracia se ha visto reforzado en su oposición a la junta militar. Además, pese a la dura represión ejercida por las fuerzas de seguridad durante los últimos 18 meses, la resistencia armada contra los golpistas no ha hecho más que intensificarse, hasta el punto de que analistas internacionales advierten de que podría estallar una guerra civil. Las milicias armadas se atribuyen el control de parte del territorio en regiones como Chin y Sagaing (norte) y Magwe.

“La brutalidad y crueldad del Ejército no tienen límites”, sostiene Me Me. Esta joven activista enfatiza que “se trata de sobrevivir, literalmente, día a día. Aunque no estés relacionado con las protestas, puedes terminar encarcelado o muerto si alguien da un soplo con información falsa sobre ti”.

Su afirmación la refuerza la Asociación de Asistencia a Presos Políticos, que alerta de que “ser un prisionero político es más peligroso ahora que nunca”. Según los datos reunidos por esta ONG local, 2.133 personas han perdido la vida a manos del Ejército ―entre ellas niños, estudiantes, activistas, políticos, médicos y manifestantes pacíficos― y más de 14.900 han sido detenidas desde el golpe militar.

Protestas en Yangón tras las ejecuciones, el pasado martes, en una imagen obtenida de un vídeo difundido en redes sociales.LU NGE KHIT (LU NGE KHIT via REUTERS)

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Las amenazas de la junta golpista a la oposición alcanzaron un punto álgido con la ejecución en la horca de Ko Jimmy, Phyo Zayar Thaw, Hla Myo Aung y Aung Thura Zaw. Las primeras penas capitales aplicadas en Myanmar desde la dictadura militar que gobernó el país entre 1962 y 2011 envían un mensaje intimidatorio a quienes se niegan a renunciar a los derechos de manifestación y asociación. Aunque la condena a muerte nunca ha sido revocada en el país, se solía conmutar por años de prisión tras los tradicionales indultos de las autoridades en fechas señaladas.

Ko Jimmy, de 53 años, y Phyo Zayar, de 41, eran dos de las figuras más prominentes de la resistencia. El primero ya lideró las revueltas democráticas de 1988, mientras que el segundo era un político cercano a Aung San Suu Kyi. Ambos habían sido condenados a la pena capital por supuestos “actos terroristas” en un juicio celebrado a puerta cerrada en enero. Los otros dos hombres, de los que apenas se conoce información, eran considerados unos “rebeldes”. Un total de 118 personas han sido sentenciadas a muerte desde el 1 de febrero de 2021. Según la Asociación de Asistencia a Presos Políticos, 41 de las que esperan en el corredor de la muerte han sido separadas del resto de reclusos esta semana en la prisión de Insein, en Yangón, donde se produjeron las ejecuciones.

Amnistía Internacional y Human Rights Watch coinciden en que las Fuerzas Armadas han cometido un error de cálculo al llevar al patíbulo a dos figuras tan queridas en Myanmar, ya que la decisión moviliza aún más a la oposición. “Han subestimado el poder del pueblo y su deseo de tener un Gobierno democrático”, apunta por correo electrónico Kyaw Sein, investigador de Amnistía Internacional que prefiere identificarse con un seudónimo por cuestiones de seguridad.

Ambas organizaciones de derechos humanos se muestran muy críticas con la falta de mayores sanciones internacionales. Las actuales afectan a los miembros de la junta militar y a empresas controladas por los militares. Elaine Pearson, directora interina de Human Rights Watch para Asia, cree que las declaraciones de condena emitidas contra la junta por la ONU o por numerosos gobiernos no son suficientes. “Lo que realmente necesitamos es un embargo de armas y sentar a los líderes militares en el Tribunal Penal Internacional”, afirma en una conversación telefónica.

Inacción exterior

Tanto Pearson como Kyaw Sein consideran que la inacción del exterior ha sido un factor que ha llevado a parte de los manifestantes a entrenarse con las guerrillas de minorías étnicas que llevan décadas alzadas contra el Tatmadaw. También reprochan a la comunidad internacional que se dé voz a la junta birmana a través de plataformas multilaterales. Recientemente, Rusia y Myanmar presidieron en Moscú una reunión sobre la lucha antiterrorista bajo el marco de una reunión de ministros de Defensa de la ASEAN-Plus (Asociación de Naciones de Asia Sudoriental, más varios países del entorno).

Los militares justificaron el golpe de Estado en un presunto fraude electoral ―nunca demostrado― en los comicios de noviembre de 2020, en los que arrasó la Liga Nacional para la Democracia, el partido de Suu Kyi, que ya lo había hecho en las generales de 2015. La Nobel de la Paz de 1991 lleva detenida desde la asonada, acusada de casi una veintena de delitos. Ya ha perdido cuatro juicios y, de ser declarada culpable de todos los cargos que se le imputan, las penas le supondrían más de dos siglos entre rejas.

El líder militar birmano, Min Aung Hlaing, prometió el año pasado “unas elecciones multipartidistas, justas y libres” cuando finalice el estado de emergencia, vigente hasta agosto de 2023. No obstante, Me Me considera “evidente desde hace mucho tiempo que los militares no tienen intención ni compromiso político para negociar”. “Si realmente queremos una democracia federal basada en la justicia e igualdad, en la que todos los grupos étnicos puedan disfrutar de las mismas libertades, la única manera de derrocar este Gobierno es a la fuerza”, zanja.

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