Lukashenko encierra a sus presos políticos tras un muro de silencio

La oposición bielorrusa desafió al régimen de Aleksandr Lukashenko en 2020 y hoy piden, muchos desde el exilio, que aquel sacrificio no sea olvidado. Su lucha continua, pero dos años después poco se sabe de la situación de quienes siguen en prisión por haber reclamado libertad y democracia. El dirigente autoritario no olvida, e incluso las viejas fotos de las protestas sirven todavía hoy para enviar a ciudadanos a la cárcel.

María Kolesnikova fue una de las caras más visibles de la oposición a Lukashenko. Junto a Svetlana Tijanóvskaya y Verónika Tsepkalo, la activista plantó cara al régimen tanto en las elecciones presidenciales como en las protestas que siguieron al fraude electoral de aquellos comicios. Su actividad política iba a costarle la expulsión del país, pero Kolesnikova rompió su pasaporte en la frontera ante las autoridades. En 2020 ingresó en prisión y fue condenada después a 11 años de cárcel.

La familia y el abogado de Kolesnikova descubrieron la semana pasada que la activista, de 40 años, había sido internada en una unidad de cuidados intensivos días después de haber sido encerrada en una celda de castigo. Nadie de su entorno ha podido acceder a la habitación del hospital donde está ingresada, y solo saben a través de fuentes anónimas que fue llevada de urgencia a la clínica el 28 de noviembre por una supuesta úlcera perforante.

“¡Masha [su apodo] está en la UCI, se desconoce el motivo!”, reveló el 29 de noviembre la cuenta del líder del partido del que formaba parte Kolesnikova, Viktor Babariko, el gran rival de Lukashenko antes de ser vetado para participar en las elecciones. El político, de 59 años, cumple también 14 años de condena.

“La información sobre la salud de los presos políticos de Bielorrusia es un secreto de Estado”, ha denunciado su hermana, Tatiana Jómich, a través de un vídeo. “El abogado de María la vio por última vez el 17 de noviembre, antes de su internamiento en el Shizo [las celdas de aislamiento casi absoluto]”, añadía antes de lanzar varias preguntas al aire que probablemente nunca serán respondidas por las autoridades: “¿Por qué no le permitieron a su abogado visitarla en toda la semana pasada? ¿Por qué cuando intentó contactar con ella el 28 de noviembre no le informaron de que había sido hospitalizada? ¿Por qué la metieron en el SHIZO?”

Pese a que Kolesnikova cumple condena en la colonia penal número 4 de Gomel, una prisión común, su familia casi no tiene acceso a ella. “Papá la vio por última vez a finales de octubre. La última vez que hablé con Masha fue a finales de julio por videollamada. En agosto nos dijeron que no habría más llamadas”, lamentaba su hermana. “Nunca se quejó de su salud”, recalcó.

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Cárcel por protestar

La historia de cárcel y represión de Kolesnikova la comparten cientos de ciudadanos bielorrusos. Inna Shirókaya, de 46 años, es una de ellos. Tiene cinco hijos y vive en el exilio en Polonia. Ha pisado la cárcel este año, cuando pensaba que su participación en las protestas ya estaba olvidada. Antes de las manifestaciones llegó a votar a Lukashenko. “Era totalmente apolítica, cuidaba de mis hijos y no me interesaba la política, tenía una vida tranquila”, cuenta a EL PAÍS por teléfono. Era responsable de una cafetería en Grodno, donde “veía lo que pasaba en la calle, los detenidos, que no había justicia”. “Pero pensaba que esto no iba conmigo”, dice antes de evocar el día en que descubrió que nadie puede considerarse a salvo ante un régimen autoritario.

“Entonces le tocó a mi hijo”, recuerda Shirókaya. Era verano de 2020. “Estaba con tres amigos y llevaba puesta una camiseta blanca; para la policía eso era un símbolo de los manifestantes. Aparecieron cuando esperaban el autobús; les pegaron duramente y se los llevaron a la cárcel”.

No apareció aquel día por casa. “Como mi hijo no participaba en las protestas, pensaba que estaría a salvo. Tenía 18 años y no votaba, no le interesaba”, recuerda. El miedo apareció súbitamente cuando su hija mayor, una de los miles de manifestantes de Minsk, le contó que había víctimas y desaparecidos en las calles. Después de tres días de infructuosa búsqueda, su hijo volvió a casa con contusiones y ningún objeto personal.

“Todavía pensaba que podía exigir justicia por el camino legal”, lamenta Shirókaya. Tras acudir al hospital y presentar una queja en comisaría, aguardó por un perdón que nunca llegó: “Nos informaron de que el caso estaba cerrado. No nos dieron ninguna referencia de que estuvo en la cárcel y nos dijeron ‘no volváis nunca más”.

Shirókaya se sumó entonces a las manifestaciones de Grodno, donde miles de personas se reunían cada día a las siete de la tarde, después del trabajo, para mostrar su malestar. Además, colocó velas rojas y blancas en la cafetería, los colores de la bandera bielorrusa antes de que la cambiase Lukashenko en 1995 y que ahora son el emblema de los manifestantes. “Vino un hombre del KGB en uniforme y llamó a mis jefes en Minsk. Me despidieron”, afirma.

Sin trabajo, viajó a Minsk para ayudar a su hija y apoyar las protestas en cuerpo y alma: “Descubrí que todo depende de mí; que algo cambia si pongo mi energía y mi colaboración”. Había muchas acciones pacíficas, desde manifestaciones generales a marchas de estudiantes, pensionistas y feministas. Tres meses después, en noviembre de 2020, fue identificada en una foto de un periódico junto a su hija y una amiga.

“Nos juzgaron en ausencia. Nos llegó la multa de pronto, y vimos que era peligroso ir a las protestas”, cuenta Shirókaya, que recuerda que la represión iba en aumento y temía que le quitasen la custodia de sus hijos si acababa en la cárcel. Se marchó a Ucrania, donde vivió temporalmente antes de regresar por falta de medios. “Pensaba que ya no sería culpable de nada para el Gobierno y no volví a ningún tipo de protesta”, creía.

En abril de 2022 la policía volvió a llamar a su puerta. La habían identificado en una vieja fotografía de las manifestaciones que circulaba en redes sociales. “Me montaron en el coche sin explicación y dejaron a los niños con mi madre”, cuenta antes de relatar el horror por el que pasó los meses siguientes.

Inna Shirókaya, al salir de la cárcel de Volodarski, el 26 de julio de 2020.

Primero estuvo encerrada casi dos semanas en una celda del centro penitenciario de Okrestina, un lugar temido por los manifestantes por sus abusos y torturas. “Éramos ocho mujeres en una habitación para dos, y empeoraban a propósito las condiciones de higiene. Insectos, piojos, ácaros… no podíamos salir al aire libre ni tampoco mirar por las ventanas porque las habían quitado. Nos dejaron sin cosas elementales, nos trataron como animales en una jaula”, rememora Shirókaya. “Los presos comunes tenían lo básico (jabón, ducha, paseos), pero los presos políticos no; nos humillaban”.

Shirókaya se negó a declarar cuando fue interrogada, algo que la ayudaría más adelante. “A mis compañeras que contaron algo les abrieron más casos penales y les impusieron condenas más largas”, señala. Shirókaya compartió celda con Olga Golubóvich, Tatiana Karpóvich y Marina Zólotova, aún encerradas para varios años de cárcel. Esta última, redactora jefe del medio Tut.by, fue acusada de participar en actividades terroristas.

Shirókaya fue enviada después al centro de detención preventiva de Baladarskaya, donde pasaría “tres meses y 20 días”. “Las condiciones eran algo mejores, pero una se sentía igual de mal. Estábamos aislados y éramos criminales políticos”, agrega.

Exilio

A diferencia de sus compañeras de celda, la condena de Shirókaya fue conmutada por tres años de arresto domiciliario porque su madre padece un cáncer grave, tiene tres hijos menores a cargo y no dio muchos detalles de las protestas. “Pero al salir de prisión comprendí que en cualquier momento podrían cambiar mi situación, tenía que huir”, añade.

Grodno está a 300 kilómetros de Polonia, pero tuvo que recorrer 1.500 a través de Rusia y Letonia, con el miedo de ser arrestada en cualquier momento. El pasado 11 de agosto, después de dos semanas, pudo reunirse con sus hijos, aunque echa de menos a su madre: “No sé si por esta situación podremos volver a vernos”.

Esta situación no parece tener final dos años después y miles de bielorrusos han decidido dejar su país desde 2020. No hay cifras sobre el número de exiliados políticos, pero la población se redujo en 160.000 personas en un país de 9,2 millones de habitantes entre enero 2020 y diciembre de 2021, según el Comité Nacional de Estadística. Antes, el número de residentes también estaba en descenso, pero la caída media de población no alcanzaba los 20.000 habitantes al año.

Otros siguen encerrados y casi nada se sabe de ellos. “Las cartas casi nunca llegan y la información cae con cuentagotas”, dicen fuentes del exilio. Es el caso, por ejemplo, de Stepan Latypov, un arboricultor de 42 años que intentó suicidarse durante su juicio tragando una cuchilla. Y como él, muchos más: el centro de derechos humanos Viasná contabiliza al menos 1.449 presos políticos que aún permanecen en prisión y denuncia que la falta de información del Estado sobre ellos.

El ministro de Defensa ruso visita Minsk

Cuando Lukashenko se vio aislado internacionalmente tras desviar un vuelo internacional para detener a un periodista crítico, el presidente ruso, Vladímir Putin, le abrió los brazos. Aquella ayuda para afianzarse en el poder ha tenido un precio. Este fin de semana, el ministro de Defensa ruso, Serguéi Shoigú, hizo un viaje relámpago a Minsk para firmar unos acuerdos de cuyo contenido casi nada se sabe. Lukashenko, que ha prestado a su país como plataforma para la ofensiva contra Ucrania, reconoció que las fuerzas bielorrusas entrenan con las rusas para actuar integradas bajo un mando único.

Shoigú se reunió con su homólogo bielorruso, Viktor Khrenin, según la agencia estatal Belta. Las dos partes hablaron sobre la cooperación militar bilateral e introdujeron una enmienda en un acuerdo para «la provisión conjunta de la seguridad regional», informaron sin dar más detalles. 

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