El grito de un hombre que jamás levantó la voz

Joseph Ratzinger era un hombre tranquilo, nada que ver con el carácter impetuoso de su predecesor, Karol Wojtyla, ni con los aires de cambio que trajo consigo quien habría de sucederle, Jorge Mario Bergoglio, de modo que aquel lunes 11 de febrero de 2013, cuando a media mañana anunció, en latín y por sorpresa, que renunciaba al papado, los cardenales que le acompañaban ―durante una ceremonia de canonización en la Santa Sede― dieron un respingo. Uno de ellos, Angelo Sodano, hilvanó una respuesta en cuanto se sobrepuso del susto: “Santidad, amado y venerado sucesor de Pedro, su mensaje ha caído entre nosotros como un rayo en cielo sereno”. La frase le quedó aparente ―ningún sitio como el Vaticano para envolver la nada en papel de regalo―, pero no se ajustaba a la realidad.

Ni amor, ni veneración, ni cielo sereno. Si algo no había sentido Benedicto XVI en sus últimos años al frente de la Iglesia era el cariño de la curia romana, envuelta en luchas obscenas de poder y de dinero, hasta el punto de que dos de las personas en las que tenía depositada su confianza ―su mayordomo y el banquero al que encomendó sanear las finanzas vaticanas― terminaron siendo víctimas o culpables, tal vez las dos cosas, en aquel ambiente envenenado. Su secretario personal y ayuda de cámara, Paolo Gabriele, su fiel Paoletto, había robado un año antes y filtrado después a los medios la correspondencia secreta del Papa. Y el banquero Ettore Gotti Tedeschi, en quien Ratzinger depositó la difícil y peligrosa tarea de arrojar luz sobre los fondos oscuros de la Iglesia, sufrió una campaña de acoso y desprestigio tan brutal que, cuando una patrulla de los Carabinieri se presentó en su casa para efectuar un registro, le dijo con alivio al capitán que dirigía el operativo: “Ah, son ustedes, creí que venían a pegarme un tiro”.

Por teatral que parezca ahora, así fue la última etapa del pontificado de Benedicto XVI. La filtración de documentos secretos ―en los que emergieron denuncias cruzadas de corrupción en el Vaticano y un extraño complot para asesinar al Papa— solo fueron la constatación pública, apenas los síntomas, de los profundos males que aquejaban al Vaticano, y que Ratzinger, aunque mayor, enfermo y solo, intentó enfrentar. Sus esfuerzos por limpiar la Iglesia de clérigos pederastas ―fue el primer pontífice que dijo públicamente basta― y de banqueros corruptos ―Gotti Tedeschi dejó por escrito sus sospechas de que algunas de las cuentas cifradas abiertas en el banco de la Santa Sede ocultaban fondos ilícitos de empresarios, políticos y jefes de la Mafia— lo fueron convirtiendo en un Papa peligroso. Y se inició la cacería. Sus peones más cercanos fueron cayendo, y el acoso llegó hasta tal punto que L’Osservatore Romano, el periódico de la Ciudad del Vaticano, denunció a principios de 2012 ―justo un año antes de que se produjese la renuncia— que Joseph Ratzinger, que en ese momento tenía 85 años, era “un pastor rodeado por lobos”.

Hay en la escalera de la sede de la Stampa Estera ―la histórica asociación que alberga en Roma a la prensa extranjera— una fotografía que impresiona. Se ve a Juan Pablo II con el rostro abotargado, enfermo, casi moribundo, mientras porta la cruz en uno de sus últimos Vía Crucis en el Coliseo. Junto a él, está el cardenal Joseph Ratzinger ―entonces prefecto para la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua Santa Inquisición— haciendo de cirineo. Ya por aquel tiempo, Ratzinger había tratado sin fortuna de alejar del Vaticano a personajes como Marcial Maciel, el fundador de los Legionarios de Cristo, ladrón y pederasta hasta con sus propios hijos, un monstruo que se aprovechó de la amistad de Wojtyla, primero, y de su debilidad, después. En esa foto, bien mirada, puede estar el origen de la renuncia de Ratzinger al papado. Él sabía, porque lo había presenciado en primera fila, el daño que podía hacer a una Iglesia aquejada de tantos males un Papa débil, incapaz de dar la batalla ante enemigos tan poderosos y tan cercanos. La renuncia no fue más que el grito de un hombre que jamás levantó la voz.

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