Londres celebra la coronación de sus reyes bajo la lluvia y con 62 millones de pintas de cervezas

Seis de mayo, día esperado para los británicos. Pero también largo. Muy largo. A las seis de la mañana se abrían las puertas para todos los que quisieran entrar en The Mall, la amplia avenida donde varios centenares de británicos (y algún turista despistado) acampaban desde casi una semana antes. A las siete, estaba a rebosar. A las 09.30, los accesos desde las calles adyacentes o desde Trafalgar ya estaban cerrados para los rezagados que pretendían ver algo del cortejo que llevaría a Carlos III de Inglaterra y a su esposa, Camila, desde el palacio de Buckingham hasta la abadía de Westminster. Allí se convertirían, ocho meses menos dos días después de su proclamación, en reyes coronados del Reino Unido.

Igual que le ocurrió a su madre, Isabel II, aquel 6 de junio de 1953, en el que recorrió el mismo trayecto (aunque por un camino mucho más largo) sobre su carroza dorada, la lluvia ha sido la compañera de Carlos. También de los miles de compatriotas que se han echado a las calles para ver los festejos, especialmente en las pantallas colocadas en varios parques de la ciudad, como el de Saint James, pegado al palacio. Allí han sacado sus mantas de pícnic, primero, y sus chubasqueros con los colores de la bandera después, para sobrevivir a un día de aguaceros intensos combinados con momentos de agua más suave. Pero la cuestión es que la lluvia no ha parado prácticamente ni un instante desde antes de que el rey saliera de palacio rumbo a su gran momento y hasta su regreso.

Una joven pareja les daba té a sus dos niños con un gran termo negro. “Mami, es que no veo nada de nada”, se quejaba el mayor, que apenas levantaba un metro del suelo. “Tranquilo, lo importante no es verlos a ellos; es el ambiente, la gente, todo”, contestaba su madre. “Y que te acordarás de este día toda tu vida”, le replicaba una tercera mujer al pequeño, que miraba con los ojos muy abiertos sin terminar de entender nada mientras su madre asentía con la cabeza. Bebés y niños eran habituales del césped de los parques londinenses, así como grandes grupos de amigos con coronas de plástico o de ganchillo, parejas que se refugiaban de la lluvia, familias que brindaban con botellas de champán en vasos de cartón con la bandera del Reino Unido… Todas las combinaciones eran posibles, el caso era celebrar.

Varias personas pasaban el sábado junto a una pantalla gigante en el centro de Londres, que mostraba una imagen del rey Carlos III de Gran Bretaña durante la ceremonia de coronación en la Abadía de Westminster.Emilio Morenatti (AP)

Según avanzaba la ceremonia, el ambiente iba estando más y más húmedo, y los parques se vaciaban, pero los que se quedaban tenían claro que querían estar allí. Si los primeros God save the king (Dios salve al rey) eran más bien tímidos entre los presentes, cuando el arzobispo de Canterbury ha colocado la corona de San Eduardo sobre la cabeza del rey Carlos, la pradera de Saint James ha roto en hurras por su monarca. El público también ha aplaudido los momentos en los que Guillermo, su primogénito, le ha rendido homenaje como caballero, arrodillándose ante él, así como la aparición en primer plano del heredero de este, Jorge, que ha despertado un sonado suspiro. Camila, tanto en su entrada a la abadía como sobre todo cuando se ha posado sobre ella la corona de la reina María de Teck, ha sido la otra estrella de la jornada. Los que no han despertado ningún tipo de animosidad, ni para bien ni para mal, han sido Enrique y Andrés, el hijo y el hermano de Carlos, absolutamente discretos en la ceremonia y entre el público. Unos invitados de piedra para Carlos y también para el pueblo.

La coronación no es una fiesta normal. Para empezar, porque la última tuvo lugar hace exactamente 70 años menos un mes, y pocos de los presentes la vivieron. Para seguir, porque tiene un componente festivo, sí, pero sobre todo estatal, político y religioso que va más allá de un Jubileo, que son las últimas celebraciones a las que están acostumbrados los británicos. De ahí que las dos horas de la liturgia hayan sido también serenas para los congregados que, en general, se han puesto de pie para los momentos más solemnes, y que se santiguaban o soltaban algún “amén” para el cuello de la camisa. Pero cuando han llegado la corona, la salida de Westminster y la procesión de vuelta, todo han sido alegrías. La lluvia, que ya había empapado a todos, de empleados de seguridad a periodistas, era solo una más.

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Era mayo y se hacía el agosto. La Union Jack, presente en todas partes, en centenares de tiendas de souvenirs oficiosas con sus banderolas y tazas de Carlos y del resto de los Windsor (incluso de Diana). En la tienda oficial, situada en el lateral del palacio de Buckingham, se vendían a puñados llaveros por siete euros, tazas por 34 y hasta una botella de vino blanco espumoso por 51 (quien quisiera acompañarlo con dos copitas de fino cristal tendría que sumarle otros 170 euros). Uno de los encargados de la tienda de Buckingham lo confirmaba: todo ha arrasado. También las cuatro jóvenes españolas que vendían por 10 libras (11,3 euros) el programa de mano en los alrededores de The Mall: “Es increíble cómo se vende”. Nada era barato, pero nadie se iba a casa con las manos vacías.

Un mar de paraguas recorría el sábado la avenida londinense The Mall, tras la coronación de Carlos III, mientras los ciudadanos esperaban el saludo de la familia real en el balcón del palacio de Buckingham.
Un mar de paraguas recorría el sábado la avenida londinense The Mall, tras la coronación de Carlos III, mientras los ciudadanos esperaban el saludo de la familia real en el balcón del palacio de Buckingham.Dan Mullan (Getty Images)

Desde las tres de la mañana, Helios Gala, su esposa y otros dos compañeros han estado vendiendo desayunos en el parque de Saint James con su food truck Pabellón, de comida venezolana. No eran ni las 8.20 cuando han tenido que cerrar. Gala afirma que se ha sentido sobrepasado: “Me querían linchar”. Han tenido 200 clientes, con unas dos o tres comidas por cliente; tantas, que han muerto de éxito. “Lo esperábamos, pero nos faltó un poco de práctica porque no hacemos desayunos. Íbamos a empezar a dar comidas a las 11 de la mañana, pero hemos arrancado a las nueve”. Llevan siete años con el negocio, tienen un puesto en un mercado en Southbank todos los fines de semana “y este juguetito dando vueltas por Londres”, contaba con orgullo sobre la caseta rodante. Esperaban dar casi 1.000 comidas, pero la lluvia les ha deslucido un negocio que los iba a ayudar, y mucho, a redondear la caja del mes.

El día ha sido largo. Y, cómo no, ha acabado en los alrededor de 3.500 pubs que se reparten por la ciudad, con permiso de apertura hasta las 11 de la noche, y que este fin de semana largo (con el lunes también festivo) prevén servir la nada despreciable cantidad de 62 millones de pintas de cerveza. Mary Hersey y Tracey Ball, del sudoeste de Londres, han visto la coronación desde The Old Star, a apenas 500 metros de la capital. Charlaban con Bea, una turista brasileña, sobre si era buena idea que Meghan Markle se hubiera quedado en California. Ya han perdido la cuenta de cuántas pintas llevan mientras charlaban con los parroquianos e invitaban a patatas fritas. Pretendían ser de las que bajasen la persiana a las 11. Sin ninguna prisa. Definitivamente, el día ha sido largo. Muy largo.

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