¿Se está talibanizando Irán?

Cuando en agosto de 2021 los talibanes se hicieron con el poder en Afganistán, nos preguntábamos cuál sería su actitud ante las mujeres. ¿Volverían a encerrarlas en casa como durante su primera dictadura a finales del siglo pasado? ¿O habían cambiado como daban a entender sus representantes políticos en Qatar? En un primer momento, con su política de puertas abiertas a los periodistas (autorizados a viajar sin grandes trabas por todo el país), las conferencias de prensa de sus portavoces y su astuto uso de las redes sociales, dio la impresión de que las cosas podían ser diferentes. El espejismo duró poco.

En cuestión de meses, y tras unas primeras declaraciones deliberadamente ambiguas, su prohibición de que las mujeres estudien, trabajen fuera de casa, e incluso tengan acceso a los parques, ha dejado clara su visión de las afganas no ya como ciudadanas de segunda, sino como meros accesorios reproductivos sin ningún derecho. Peor aún. Si entre 1996 y 2001, los barbudos crearon una policía moral que se ocupaba de amedrentar a las mujeres que osaban salir a la calle sin la compañía de un varón, reírse en público o incluso hacer ruido con sus zapatos al andar, ahora han privatizado la represión y dejan el castigo a las desobedientes en manos de padres, maridos, hermanos o hijos mayores (el varón que tenga su tutela, o mehram). Es a ellos a los que llaman a capítulo en comisaría si una de sus mujeres se sale del estrecho carril que le han marcado. De esta forma, incluso quienes no comparten la radical interpretación del islam de estos extremistas suníes se ven abocados a contener a las féminas de su familia para evitar las consecuencias.

En el vecino Irán, la situación no es ni mucho menos parecida. A pesar de la misoginia que traspiran la ley del hiyab y otras normas que cercenan los derechos de la mujer desde la proclamación de la República Islámica, las iraníes siempre han podido estudiar y, con algunas limitaciones, trabajar. El velo se convirtió en el peaje para su acceso al espacio público. A diferencia de Afganistán, las mujeres son muy visibles en la calle, la administración pública, el sector privado, los centros comerciales o los lugares de esparcimiento. Sin embargo, a raíz de las protestas contra la obligatoriedad de cubrirse que desató la muerte bajo custodia policial de la joven Mahsa Amini, el régimen también ha dado un giro en su técnica para meter en cintura a las rebeldes.

En un primer momento, los gobernantes iraníes intentaron aplacar la ira ciudadana por la muerte de Mahsa (y el reforzamiento de la ley del hiyab que se había promulgado dos meses antes), retirando de las calles a la conocida como “policía de la moral”, una de cuyas patrullas la había detenido. El intento de apaciguamiento no funcionó. Al contrario, muchas iraníes se sintieron reforzadas para quitarse los pañuelos, que desde hace dos décadas ya dejaban ver más cabello del que tapaban. Ese gesto de desobediencia civil ha tomado el relevo a las protestas, acalladas por la brutalidad de la represión. Así que el régimen ha vuelto a la carga, temeroso de perder uno de los pilares de la República Islámica.

Ahora en lugar de patrullas de orientación, es un sistema de reconocimiento facial el que permite que las imágenes de las cámaras instaladas en calles y carreteras detecten (y avisen) a las infractoras, tal como ha contado este diario hace algunas semanas. Pero sobre todo, y ahí es donde los islamistas chiíes de Irán siguen los pasos de sus vecinos y rivales ideológicos talibanes, están privatizando la presión sobre las mujeres para que se cubran. Bancos, tiendas, restaurantes y cualquier otro negocio se juegan una multa, e incluso el cierre, si permiten que una mujer entre con la cabeza descubierta. (El mes pasado ya clausuraron un centenar de establecimientos, según medios oficiales). Así que sus propietarios se ven obligados a actuar como policías de la moral, mientras las autoridades defienden que el hiyab es una demanda social. Perverso.

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