El terrorismo es un viejo conocido en la Lubianka, la sede del desaparecido KGB soviético, ahora el FSB, los servicios de seguridad rusos. Allí Vladímir Putin aprendió todo lo que le ha valido para llegar a la cumbre hace casi 25 años y disponerse a mantenerse en ella hasta 2030 como mínimo, tal como ha quedado corroborado en las recientes elecciones. El gran arte del chantaje, el kompromat (dosier comprometedor) y la autoinculpación, el veneno, la bomba y la pistola, la tortura, el gulag y la celda de castigo son la especialidad de la casa, practicada incluso en dosis masivas, inhumanas, en nombre del socialismo soviético hasta 1993 y de la Santa Rusia desde entonces.

Viene de muy lejos el terror al servicio del Estado. De los zares, de Lenin y especialmente de Stalin, uno de los mayores asesinos de masas de la historia, que Putin ha empezado a rehabilitar. Solo la interrumpió una breve pausa entre Gorbachov y el primer Yeltsin, cuando la élite del país decidió abandonar la violenta tradición soviética. Aquella efímera discontinuidad en las alturas no tuvo correspondencia en los cimientos policiales del poder, hasta el punto de que fueron los siloviki (los hombres fuertes en ruso) los que mantuvieron viva la llama, controlaron desde los sótanos al Estado y luego colocaron directamente en el trono del zar a uno de los suyos.

La ascensión de Putin a finales de 1999 se produjo en mitad de una campaña de atentados masivos en los que murieron más de 300 personas, al estilo del perpetrado este pasado viernes en el Crocus City Hall de Moscú. Entonces fueron atribuidos a los terroristas chechenos, y sirvieron para justificar la brutalidad de la intervención rusa en la segunda guerra de Chechenia. Catherine Belton, ex corresponsal del Financial Times en Moscú y biógrafa de Putin, se ha preguntado si “los hombres de la seguridad pudieron ser los que bombardearon a su propia gente en un intento de crear una crisis que asegurara su presidencia” (Los hombres de Putin. Cómo el KGB se apoderó de Rusia y se enfrentó a Occidente, Península).

No es una demanda insidiosa, puesto que muy poco se ha conocido de la autoría de aquella campaña terrorista de setiembre de 1999, hasta el punto de que quienes la investigaron murieron en extrañas circunstancias o fueron encarcelados, como ha sucedido tantas veces con numerosos asesinatos de periodistas, empresarios, exagentes secretos y disidentes. La inexplicable e inexplicada muerte de Alexéi Navalni en vísperas electorales es el último y políticamente relevante de todos estos casos. Si aquellos atentados condujeron a Putin en dirección al poder, en el actual de Moscú, por el contrario, queda en evidencia su incapacidad para proteger a la población y su debilidad como gobernante, justo cuando acaba de ser reelegido.

Nada ha fallado en la pauta de comportamiento del Kremlin. La primera reacción del entorno de Putin ha sido señalar directamente a Kiev. Por parte del presidente ruso en su discurso a propósito de los atentados, ni una palabra para el Estado Islámico que ha reivindicado la matanza, dos para sugerir la complicidad de Ucrania y otra más para introducir el nazismo de por medio, la misma etiqueta nefanda con la que ataca a Kiev y sus aliados. Esta Rusia putinista es una fábrica de teorías conspirativas, siguiendo una tradición que también viene de tiempos zaristas. Putin no iba a ser menos ahora y ahorrarse la invención de un vínculo entre el Estado Islámico y el régimen democrático de Kiev, o incluso la OTAN y Washington si se tercia, para intensificar los bombardeos sobre Ucrania como venganza.

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